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  • 25 Jun 2025
  • 21:06
  • SPR Informa 6 min

El poeta y la marcha

El poeta y la marcha

Por Ricardo Balderas

“Nuestros muertos están cada día más vivos, cada día más jóvenes, 

cada día más frescos, como si rejuvenecieran 

siempre en un eco subterráneo que los canta”, Pedro Lemebel.

El mes del orgullo no es, ni debe ser, un instante aislado. Un suspiro por la libertad otorgada. Es una memoria en movimiento, un recordatorio de las luchas ganadas y las que aún deben librarse. Una fotografía de las huellas que nos anteceden. Para muchos, este mes es sinónimo de celebración y visibilidad, pero, para otros, como el poeta, traductor y ensayista Hernán Bravo Varela, es un testimonio.

El orgullo, tal como lo recuerda Bravo Varela, fue algo más que una celebración (sin demeritar que ahora eso forme parte del suceso) y debería seguirlo siendo. La reclamación de un espacio para existir, para ser, para hacer visible lo invisible. Como la poesía. Pero hoy, según sus palabras, esa reivindicación se ha diluido en la marea de lo superficial. Bravo Varela relata el principio de su historia con el orgullo, cuando aún era un niño oculto, desde una mirada ansiosa y distante. "Era la mirada de la codicia", dice, refiriéndose a los primeros destellos de deseo que experimentó al ver a sus amigos ir a las marchas, a los bares, a esos refugios donde la libertad era posible y donde él aún no podía estar. 

Esa mirada, cargada de una suerte de hambre silenciosa, marca el primer gesto de una lucha interna, de un deseo reprimido por la sociedad y, en gran parte, por él mismo. Eran tiempos en los que su mundo estaba compuesto por el “closet” y las fronteras invisibles que lo mantenían encerrado. Pero el tiempo, como lo recuerda, es una espiral, y cuando finalmente salió, el entusiasmo fue inevitable, la euforia lo llevó a unirse a esa multitud llena de promesas de libertad: "Fui a algunas marchas, con muchísimos muy queridos amigos que están y otros que no están." Esa euforia, ese primer contacto con la liberación, era también un acto de resistencia. 

Sin embargo, Bravo Varela no se detiene en esa celebración inocente. Su mirada sobre el presente es aguda y crítica, cargada de la nostalgia y memoria de aquellos primeros días cuando el orgullo, más que un evento de masas sin capacidad política aparente, era un grito que resonaba con una fuerza política profunda. 

“Lo que es muy triste es que hemos perdido de vista que esto era un carnaval, pero que ese carnaval tenía una ambición alta y muy necesariamente política.” En esas palabras se encapsula la reflexión de un hombre que ha visto cómo la marcha se ha transformado en algo que dista mucho de lo que originalmente representaba. La fiesta ya no es la misma. Se ha convertido en una suerte de espectáculo consumista, donde las grandes empresas, en lugar de ser aliadas en la lucha, han hecho del orgullo una mercancía. ¿Cómo hemos llegado a este punto, se pregunta Bravo Varela? Y responde sin vacilaciones: hemos perdido la política, hemos dejado que el carnaval se vacíe de su propósito original.

 

Es cierto que la marcha sigue existiendo 

Y también es cierto que aún existe alegría, pero esa alegría está teñida de una tristeza casi imperceptible. Como si el corazón del orgullo hubiera quedado maquetado en un closet de cristal. Asequible solo para el ojo que busca la imagen perfecta y tiene para solventarlo. Una foto ideal, un fragmento irrepetible. Visibilidad sin contenido. La sociedad de la imagen. En esta reflexión, Bravo Varela recuerda cómo la marcha de antaño no solo era una oportunidad para existir, sino también para cuidar y ser cuidado: “La dinámica de redes sociales ha hecho que asistamos como a la muerte de esos cuidados.” 

La camaradería, ese vínculo profundo entre los miembros de la comunidad, se ha evaporado en espacios rentables, reemplazada por la soledad de un clic, por la superficialidad de los “me gusta” que no se traducen en acción real, en empatía. El activismo ha sido despojado de su sentido comunitario, de esa ética de lucha que siempre se acompañaba de una ética de cuidado, de responsabilidad por el otro. Lo que antes era un esfuerzo colectivo por la justicia, ahora se disuelve en la inmediatez de la imagen digital.

Pero el desencanto de Bravo Varela no es total. En sus palabras hay también un llamado urgente a recuperar esa dimensión ética y política del activismo, que no es solo visibilidad, sino transformación real. En sus palabras se percibe el cambio, la posibilidad, el pretérito: 

Mi manera de estar con ese tema, en mi vida, con todo el orgullo que después de muchísimo tiempo por fin me atrevo a tenerme. Me parece importante que también ese activismo esté presente en la ética, en nuestro trato con el prójimo...” 

El activismo de la comunidad LGBTIQ+ no puede reducirse a una fiesta vacía; debe ser un espacio de intercambio genuino, de crecimiento colectivo, de confrontación política que logre hacer visible lo que permanece oculto en las sombras de la sociedad. El escritor se permite, una reflexión sobre la importancia de la literatura en esta lucha. Hernán Bravo Varela no se limita a señalar. Y propone a la poesía como mecanismo de defensa. Y yo lo milito. 

En sus palabras, la literatura es una forma de resistencia, un campo donde las voces de los excluidos, de los marginados, pueden seguir resonando con la misma fuerza que los primeros gritos de las marchas de los años 70. Bravo Varela menciona a figuras clave como Juan Carlos Bautista, cuya obra, cargada de una angustia y una lucha por la vida en medio de la tragedia del sida, es un ejemplo de cómo el arte puede mantenerse fiel a la política y al dolor de la realidad. Bautista, con su "voz poética singularísima", nos recuerda que la poesía no debe ser ajena a las luchas sociales. Su trabajo, como el de otros autores mencionados por Bravo Varela, sigue siendo un acto de resistencia contra el olvido, un acto de afirmación de lo que la sociedad ha intentado borrar.

 

¿Cómo etiquetas algo que debía ser político?

Es una interpelación directa a la comunidad. Para aquellos quienes confunden comunidad con gueto. A esa inexplicable forma en que hemos ido apropiándonos de luchas que no nos pertenecen. Tercerizando realidades. Y construyendo, con aquellos derechos conquistados, una suerte de ruleta rusa para quienes no se pronuncian en singular.

El orgullo, como nos recuerda el poeta, debe ser ante todo un acto político, una postura ética. No puede convertirse en una mera performance para agradar a las cámaras o a los inversores. Dejemos espacios para la existencia indómita. El carnaval puede seguir existiendo, pero no debe reemplazarnos. 

El orgullo no debe ser sólo un grito de placer. Un instante. Debe recuperar su identidad como animal salvaje, un acto de resistencia. Una memoria viva. Que recupere lo que se ha perdido y que siga luchando por lo que aún está en juego. Bailando lo que haga falta.