La era digital no solo multiplicó el volumen de información disponible, sino que transformó radicalmente su naturaleza: pasó de ser una herramienta para el conocimiento a convertirse en una mercancía, una forma de control y un instrumento de guerra. Desde principios del siglo XXI —y con una aceleración brutal desde el auge de las redes sociales— los conflictos armados, las disputas ideológicas y las tensiones geopolíticas se desplazan cada vez más hacia los terrenos invisibles de los algoritmos, las plataformas y los flujos de datos. En este nuevo escenario, la desinformación ya no es una consecuencia incidental, sino una estrategia planificada de poder, diseñada para moldear percepciones, justificar invasiones, imponer agendas y silenciar resistencias.
Occidente, en su narrativa oficial, insiste en atribuir la proliferación de “fake news” a regímenes autoritarios, adversarios geopolíticos o actores periféricos; sin embargo, omite deliberadamente su propio aparato de manipulación y censura, el cual es mucho más sofisticado y está legitimado a nivel internacional por sus propias estructuras institucionales y mediáticas. La invasión a Irak en 2003 es uno de los ejemplos más tempranos y brutales de esta lógica: bajo la excusa de una amenaza nuclear inexistente, se ejecutó una guerra apoyada en informes falsos, testimonios amañados y medios corporativos que actuaron como brazos propagandísticos del Pentágono. El problema es que aquella operación mediática no fue un accidente, sino un modelo que se perfeccionaría y repetiría en escenarios posteriores en los años por venir.
Hoy, Palestina encarna el caso más descarnado de manipulación narrativa global; el Estado israelí, con apoyo político, militar y mediático de Estados Unidos y Europa, despliega no solo una ocupación física, sino también una guerra digital sistemática contra el pueblo palestino. Cada ofensiva militar en Gaza va acompañada de una campaña internacional para desacreditar testimonios, ocultar cifras de víctimas, bloquear imágenes y deshumanizar a las víctimas; en este contexto, plataformas como Meta, YouTube o X actúan como cómplices directos de esta estrategia: eliminan cuentas palestinas o pro-Palestina, etiquetan contenido como “violento” cuando muestra crímenes documentados, mientras que permiten la circulación impune de llamados abiertamente genocidas por parte de funcionarios israelíes: Esta no es una falla del algoritmo, es la colaboración algorítmica del genocidio.
Como otro caso está la guerra entre Rusia y Ucrania, en donde el monopolio narrativo occidental se presentó como una lucha por la verdad, pero ha operado como un dispositivo de censura; es así como mientras se denunciaba —con razón— la propaganda del Kremlin, se naturalizaba la supresión de medios como RT y Sputnik en Europa y Norteamérica. Simultáneamente, Occidente desplegó la NAFO (North Atlantic Fellas Organization), un ejército informal de troles digitales que, bajo la apariencia de humor, lincharon digitalmente a periodistas independientes, distorsionaron hechos e inundaron los debates con ruido informativo.
África tampoco escapa a esta lógica, aunque sufre una doble invisibilización: la de las armas y la de los relatos. Las guerras en Malí, Burkina Faso o la región del Sahel son interpretadas exclusivamente desde el prisma del “extremismo islámico”, omitiendo deliberadamente la historia de intervención francesa, el rol desestabilizador de Estados Unidos y la responsabilidad de las potencias occidentales en la creación de vacíos de poder. Allí también las redes sociales han sido usadas como canales para el reclutamiento, pero también como vehículos de desinformación, difundiendo imágenes fuera de contexto y narrativas diseñadas para justificar la ocupación o el tutelaje extranjero.
En América Latina la desinformación ha sido pieza clave en los llamados “golpes blandos” y en los procesos de intervención económica. El caso de Bolivia en 2019 es paradigmático: la narrativa del “fraude electoral” fue posicionada por granjas de cuentas falsas y replicada por medios internacionales y redes sociales, pese a que investigaciones posteriores —incluidas algunas de universidades estadounidenses— desmintieron completamente esa versión. En Venezuela la estrategia ha sido más sostenida: construir la idea de un colapso humanitario desvinculado de las sanciones internacionales y atribuir toda responsabilidad al gobierno bolivariano.
En todos estos contextos las grandes plataformas digitales no son actores neutros, al contrario; Meta ha sido señalada por permitir campañas de odio en Myanmar, por eliminar contenido que denuncia crímenes israelíes y por cooperar con agencias de seguridad estadounidenses; X, antes Twitter, ha sido instrumentalizada por la ultraderecha global, especialmente tras su adquisición por Elon Musk, quien ha adoptado una postura abiertamente política en favor de discursos conservadores y desinformativos; TikTok, pese a su origen chino, tampoco ha sido inmune a las presiones: frente a las amenazas de bloqueo por parte de Estados Unidos, ha aceptado alojar los datos de usuarios estadounidenses en servidores texanos y ha comenzado a censurar contenido incómodo, especialmente aquel que simpatiza con la causa palestina.
Así se configura el nuevo orden informativo global: mientras se proclama la lucha contra las noticias falsas, se ejecuta una batalla por el control de la verdad. Lo que en China o Rusia se llama censura estatal, en Occidente se maquilla como “moderación responsable”; pero el principio es el mismo: decidir qué se ve, qué se borra, qué se amplifica.
En este contexto, la desinformación no puede seguir siendo definida ni combatida desde los centros de poder. No necesitamos que Google, Meta o la OTAN nos expliquen qué es verdad, sino que lo necesario es soberanía informativa y tecnológica, medios populares, pensamiento crítico y alfabetización digital desde abajo, porque la mentira no es solo una herramienta del poder, sino un síntoma de su crisis y transformación.