Carlos Monsiváis decía que la derecha no ha ganado una sola victoria cultural; ha perdido todas. Y tenía razón. Lo sabía quien entendía que las victorias en el terreno simbólico se miden en consensos invisibles: en cómo una sociedad decide qué es justo, qué es deseable, qué es humano.
¿Quién se posiciona del lado del opresor en un relato de lucha? ¿Quién aplaude al poderoso cuando reprime? Culturalmente, (no en términos de narrativa partidista, sino de sensibilidad colectiva) la izquierda ha ganado. El relato de la justicia, la libertad y la equidad sigue siendo el más poderoso.
Sin embargo, estoy seguro que Monsiváis consideraba al relato como elemento muy poderoso, pero no bastaba. La batalla cultural puede ganarse y sin embargo hay riesgos y el poder sin congruencia también puede existir; puede terminar pareciendo aquello que combatía.
Ahí entra el riesgo: que la izquierda se convierta en un ejercicio de nostalgia retórica, donde los ideales se nombran pero no se ejecutan. Umberto Eco advertía que la verdadera amenaza de una sociedad no es la mentira abierta, sino el simulacro de verdad. Es decir, cuando una imagen reemplaza al contenido, cuando el discurso sustituye la acción. Cuando una idea se vuelve fetiche.
Durante años, muchas izquierdas alrededor del mundo se refugiaron en ese simulacro. Ganaron el léxico, perdieron el rigor o peor aún, encontraron en el rigor excesivo y la represión una alternativa. La revolución de las conciencias —concepto clave para Monsiváis— no puede ser solo una proclama; debe ser método, estrategia, política pública. Si no, se transforma en anestesia: en una forma más refinada de lo mismo.
Y sin embargo, hay indicios de cambio. La llegada de Claudia Sheinbaum al poder no es sólo continuidad política; representa, en muchos sentidos, una corrección de rumbo. Porque la Presidenta de México no construye su liderazgo sólo en el carisma sino en la gestión. No promete redención, ofrece estructura. Su fuerza no está en la mitología personal, sino en la disciplina institucional.
Su gobierno marca un giro importante: del relato a la responsabilidad. Del símbolo a la acción ordenada. Su trayectoria como jefa de Gobierno en la Ciudad de México demostró que la transparencia y el control no son obstáculos ideológicos, sino condiciones mínimas para que el humanismo funcione. Porque sin rendición de cuentas, el poder se disuelve en espectáculo. Hay quienes desde los medios de comunicación se refieren al gobierno de Claudia como una izquierda con Excel.
A quince años de la muerte de Monsiváis, su legado no debe repetirse como frase célebre, sino como ruta de trabajo. Nos enseñó que la cultura popular no es adorno del pueblo, sino instrumento de organización. Que la izquierda no puede darse el lujo de traicionar sus ideales sin pagar un costo cultural profundo.
Hoy, con un gobierno que comienza a hablar desde la sensatez, la técnica y el orden, podemos imaginar una izquierda que además de ganar el relato, lo traduzca en acciones. Que no renuncie a la poesía de sus principios, pero que entienda que los principios, obligadamente tienen que convertirse en método.
Gobernar también implica romper con la cómoda seducción de los signos para construir desde la evidencia, desde el método. Y en ese tránsito, el gobierno de Claudia Sheinbaum destaca: técnica sin deshumanización, orden, disciplina y transparencia como principios. Si Monsiváis nos enseñó a leer entre líneas, hoy hay quien empieza a escribir con claridad.