“Usted disculpará, pero tengo la mala costumbre de comer”, una expresión que acompaña recurrentemente al trabajador cuando se le regatea el producto de su esfuerzo. Y es que la alimentación es la base de todo el sistema económico, aunque a veces se pasa por alto.
La alimentación es un asunto complejo, va más allá del simple hecho de ingerir alimentos para adquirir energía y poder mantenerse con vida, sino que es parte de la expresión cultural de los pueblos, funciona como distintivo de clase, enmarca los tipos de relaciones humanas y también se ha convertido en un instrumento geopolítico de grandes dimensiones.
Con la expansión de la hegemonía globalista, México fue abandonando la tarea de garantizar la soberanía alimentaria y, en el marco de la relación comercial en América del Norte, abrió las puertas de las importaciones a cambio de un lugar en el mundo de las manofacturas, abandonando al ya de por sí debilitada ruralidad, cobrando una enorme factura a la estabilidad nacional.
El conflicto bélico en el Este de Europa ha puesto sobre la mesa una amenaza ya conocida pero quizá poco atendida, la seguridad alimentaria. Y es que la intervención militar rusa en Ucrania ha golpeado directamente al granero de Europa, con capacidad para alimentar a 600 millones de personas, provocando un desequilibrio en las cadenas de suministros de cereales y oleoginosas, lo que ha impactado en la oferta demanda de alimentos a tal punto que la FAO prevé un descenso de hasta el 50% de las exportaciones globales de cereales y aceites de girasol, lo que llevará a que no solo haya menos alimentos disponibles, sino cada vez más caros.
Aunado a los efectos de los conflictos bélicos entre países, el acaparamiento de tierras por parte de las grandes capitales como Hiundai, Agrifirm, Jaroh Capital, Chayton Capital, Goldman Sachs, Olam, TIAA-CREF, Emergent Asset, Sheikh Al Amadi, e incluso China, y los oligopolios de industrias transnacionales como Nestlé, Archer-Daniels, Bunge, JBS, Wilmar, Tyson Foods, Mondele International, Danone, Misubishi Shoku y WH Group LTD, por mencionar a algunos, también amenaza la capacidad de los países, sobre todo los de menor desarrollo económico, para satisfacer la demanda alimentaria de la población.
Si esto no fuera suficiente, el desperdicio de los alimentos, que en el mundo alcanza hasta un tercio de la producción, arrebata el derecho a la alimentación de hasta 3 mil millones de personas y contribuyen a la emisión de gases de efecto invernadero que tan solo en América del Norte equivale a la contaminación de 24 millones de automóviles encendidos durante 24 horas continuas los 365 días del año.
Entonces, la alimentación de una población no es un asunto que competa de manera exclusiva a los individuos, sino que los estados deben participar activamente en toda la ruta de la producción, distribución y consumo, a fin de garantizar a la población el derecho a la alimentación, a la salud y a un medio ambiente sano.
En el caso de México, hay varios cabos sueltos que merecen ser atendidos con prontitud. El primero de ellos tiene que ver con la producción, pues cuatro de cada cinco productores agrícolas se encuentran asfixiados por el abuso de intermediarios, la esclavización comercial de la industria agroquímica, la falta de acceso a tecnología y la desorganización productiva, mientras que una quinta parte domina alrededor del 60% de la producción. A esto se agrega la gran dependencia alimentaria del país producto de una asimetría comercial, donde si bien, las exportaciones han crecido 3.4 veces desde el TLCAN hasta el TMEC, las importaciones han superado hasta 5 veces. Estos factores propician que decaiga el empleo en las zonas rurales, favoreciendo la pobreza, la migración y hasta la incursión de actividades ilegales a causa de la falta de oportunidades. Sumando esto a la creciente escasez de agua, el cambio climático y la necesidad de frenar la expansión de las fronteras agrícolas, pone al campo mexicano en estado de alerta.
La intervención del Estado en la soberanía alimentaria no se puede limitar al establecimiento de precios de garantía y programas de abasto y distribución de alimentos básicos a bajo precio en comunidades marginadas, sino que obliga a un rediseño de la agroindustria nacional en la cual el aparato estatal disponga de recursos para la modernización y la organización de los pequeños productores, echando mano de los modelos de cooperativas, agroindustria rural, sistemas agroalimentarios locales y economía circular que permitan impulsar la producción nacional dentro de los parámetros de la sustentabilidad. Además, es de vital importancia preservar el patrimonio agrícola, impidiendo la desaparición de las semillas originarias, cuidando el valor nutricional de los productos que circulan en el mercado y fortalecer el vínculo cultural de la población con los alimentos que dan identidad a México, como el patrimonio cultural inmaterial de la humanidad que es, tal y como lo ha reconocido la UNESCO.
También es importante echar mano del sistema educativo para fomentar la sana alimentación, la valoración económica y moral de la producción de alimentos y combatir el desperdicio de los mismos; esto último también acompañado de mejoras en la cooperación entre empresas, gobierno y sociedad civil para aprovechar mejor los alimentos y mitigar los efectos contaminantes del desperdicio.
La alimentación es un derecho de toda persona y también es un seguro de supervivencia y permanencia de un estado-nación que no admite escatimación en nombre del costo-beneficio neoliberal.