El otro día, en el metro, escuché a alguien decir: "Escuchar a Peso Pluma no está mal, pero se siente mal hacerlo". La frase me quedó rondando en la cabeza porque evidencia algo profundo: la narcocultura no es solo música o entretenimiento, es un síntoma de un sistema que normaliza la violencia y la convierte en identidad para después culpabilizarse de ella.
La narcocultura no es la causa de nuestra realidad violenta, sino un reflejo de un capitalismo que ha hecho de la violencia su modelo de acumulación, el narcotráfico es la acumulación primitiva por despojo en su versión más cruda: territorios saqueados, comunidades desplazadas y cuerpos convertidos en mercancía. No es una anomalía dentro del sistema, sino una pieza funcional de un neoliberalismo que precariza, militariza y usa el miedo como mecanismo de control social.
Culpar a las clases populares por consumir narcocorridos no solo es moralista, sino que absuelve a quienes han gestionado la economía del narco desde las más altas esferas del poder. Mientras los medios de comunicación nos venden la idea de que la "cultura del narco" es un problema de valores o de influencia musical.
En Nayarit, donde nací, la frontera entre Jalisco y Sinaloa ha sido un escenario permanente de violencia. Un helicóptero disparó sobre una zona residencial en Las Brisas. Crecí viendo cuerpos colgados de puentes y balaceras en pleno día. Como muchos mexicanos, aprendí a normalizar la guerra interna que Calderón alimentó y que Peña Nieto convirtió en una política de exterminio. En 2017, el narcofiscal de mi estado, Edgar "La Bestia" Veytia, y el gobernador Roberto Sandoval terminaron en la cárcel junto con Genaro García Luna, arquitecto de la simbiosis entre el narco y el Estado.
En ese año, mis compañeros de la preparatoria escuchaban corridos todos los días, decían “así da menos miedo”. Porque la narcocultura, más que glorificación, es un síntoma de la indefensión. Como diría Mark Fisher, "la cultura es el campo donde se procesan los traumas del capitalismo tardío". En un país donde el Estado ha fallado en brindar seguridad y oportunidades, los narcocorridos y la estética del narco funcionan como un relato de resistencia y resignación ante una violencia que parece inescapable.
La narcocultura no es un fenómeno espontáneo ni meramente musical; es una construcción política. Desde la consolidación del narcotráfico como un actor económico y territorial, las historias de capos, sicarios y "buchonas" han permeado el imaginario colectivo como aspiración o condena. Es una narrativa que cumple dos funciones: por un lado, romantiza la violencia como una vía de ascenso social; por otro, refuerza la idea de que la única alternativa es la sumisión o la guerra.
Las series de televisión, los documentales y la industria musical donde por cierto, son producción de las televisoras corporativas que hoy lucran con los hechos en Teuchitlán, Jalisco. Han convertido al narcotráfico en un producto de consumo global, mientras las condiciones que lo originan no se cuestionan. Mientras se culpa a los jóvenes por escuchar narcocorridos, se ignora que la guerra contra el narco fue, en realidad, una guerra contra los pobres. Y hoy se siguen viviendo los estragos amargos, muy amargos.
En los narcocorridos se narran historias de poder y sangre, pero también de inevitabilidad. “Si no sirves pa' matar", grita Gerardo Ortiz, "sirves para que te maten" cantante que hoy esta siendo procesado por vinculo con el narcotrafico. La violencia no solo se normaliza, sino que se vuelve una profecía autocumplida: matar o morir, sin alternativas reales. En Siempre Pendientes, Peso Pluma refuerza la narrativa de la lealtad al cartel y la supervivencia: "Con los de confianza siempre firmes, porque la traición nunca se olvida". La narrativa de la sobrevivencia como destino no es casualidad, es parte del adoctrinamiento de la desesperanza. Y no hay mejor alimento para la opresión que la desesperanza.
Pero la narcocultura no solo se escucha, también se canta. Existe un relevo generacional en el que las juventudes han adoptado no solo el papel de oyentes, sino también de intérpretes. Jóvenes como Peso Pluma (25 años), Natanael Cano (23 años), Oscar Maydon (25 años) y El Xavi (20 años) han logrado masificar un género q legitimando un discurso que reproduce y refuerza las lógicas del narco. No es coincidencia que estos nuevos ídolos retomen los mismos códigos de la violencia estructural y los conviertan en espectáculo. Además, ahora estas canciones han tomado espacios en escenarios internacionales, especialmente en Estados Unidos, en festivales como Coachella, mostrando que no solo México vive este fenómeno, sino que la narcocultura se ha convertido en una exportación cultural con gran impacto global.
Aunque la narcocultura tiene una fuerte presencia en México, no es un fenómeno exclusivo de nuestro país. En otros lugares del mundo, la música y la cultura popular también han reflejado la violencia del crimen organizado. En Italia, por ejemplo, la mafia ha sido representada en la música neomelódica napolitana, con letras que glorifican a los capos y la vida criminal. En Estados Unidos, el gangsta rap ha servido como una forma de narrar la vida en barrios controlados por pandillas y el tráfico de drogas. En Colombia, la influencia del narcotráfico en la cultura se ha visto reflejada en los llamados "corridos prohibidos" y en la estética de los "traquetos". La exportación del narcocorrido y su éxito en mercados internacionales demuestra que la violencia no es solo una realidad local, sino una mercancía globalizada.
El neoliberalismo nos enseñó a resignarnos, a creer que el horror es un destino inevitable. Pero no lo es. Lo que vivimos tiene responsables, tiene beneficiarios y, por lo tanto, puede desmontarse. La lucha no es solo por la justicia del pasado, sino por el derecho a un futuro donde la vida no sea una moneda de cambio.
Ese futuro no vendrá de los medios ni de las élites, sino de la organización popular, de la memoria combativa y del ejercicio radical de la dignidad. Donde las voces no sean de quienes lucran con el sufrimiento, sino de quienes lo viven. Donde el Estado responda con respeto y justicia, y cuando hablamos del Estado, nos referimos a los tres poderes, a todos los partidos, porque no tiene solo un color.
La lucha contra la narcocultura, el tráfico de armas y la violencia no es solo una lucha nacional, sino continental. Mientras las élites sigan lucrando con la sangre de nuestros pueblos, la única respuesta posible es la organización de los de abajo, la construcción de alternativas reales y la exigencia de justicia.