El 31 de octubre de 1517 la catedral de Wittennberg atestiguó uno de los momentos de mayor trascendencia para Occidente, una reforma que le daría significado y significante a la edad moderna, la Reforma Protestante de Martin Lutero que, proponiendo una revisión y corrección a la teología cristiana de la época, trascendió a la filosofía política y la cultura económica en el mundo.
La reforma luterana no se puede explicar sin los cambios suscitados alrededor de la Iglesia en el pináculo del Renacentismo, tales como la revolución científica, el auge del humanismo, la evolución del mercantilismo, el florecimiento del pragmatismo político y la revolución tecnológica.
La Iglesia se enfrentó al nuevo paradigma siendo retratada como ente oscurantista de cara al renacimiento de la humanidad, un renacimiento que tomaba distancia de Dios poniendo a la especie humana como la razón misma de su existencia, la exacerbación antropocéntrica. Por otro lado, en la inquietud por preservar el buen espíritu de la Iglesia, un atrevido fraile agustino denuncia el extravío institucional de la Iglesia Cristiana y en su arranque santo definió lo que podría ser el cisma más grande del cristianismo; grande no por afiliación necesariamente, sino por su impacto en la cultura, la política, la economía y por supuesto, la religión.
La Reforma impulsada por Lutero trajo, entre otras cosas, el fin del monopolio del clero sobre la abogacía salvífica, el combate a la mercantilización de la misericordia plasmado en la indulgencia, dando lugar a la democratización del ejercicio de fe, comenzado por la traducción del texto bíblico al lenguaje de los comunes y su distribución a través de la imprenta, lo cual supondría un retorno a la raíz, una reforma a la estructura institucionalizada de la Iglesia para devolver la comunión al pueblo, no por intermediación, no por obras, sino por gracia, cual enseñanza de San Pablo Apóstol a los Efesios.
Lo que comenzó como un cambio de paradigma teológico escaló a la esfera política tras el apoyo a la reforma de Lutero por parte de algunos miembros de la nobleza europea, pero también por alimentar el hambre y sed de justicia entre los oprimidos al denunciar el abuso escondido detrás de las riquezas de la nobleza, destacando la guerra de los campesinos. La ruptura dogmática que supuso la Paz de Augsburgo fue también la génesis de una nueva sociedad occidental más allá de lo religioso.
El Espíritu de la Reforma tuvo una gran influencia en la concepción del Estado moderno; se le puede considerar precursora del Estado-Nación, el germinar de la separación entre la Iglesia y el Estado, y la obsolescencia del absolutismo. Pero la ola protestante no quedó ahí, sino que también reformuló la economía. Y es que, tras la reforma, y como bien señala Weber, el protestantismo da lugar a una valoración religiosa al trabajo incesante, pasando a ser un medio ascético, es decir, una manifestación de la fe, de ahí que observe una diferencia entre la prosperidad pujante de los países protestantes contra la prosperidad limitada en los países católicos.
Pero todo aquello que deja resquicios a la ambición no respeta el espíritu de las reformas. En la evolución e involución de la Reforma, las ideas del trabajo como forma de honrar a Dios, donde los bienes terrenales daban cuenta de las obras de la fe, se convirtieron en la fe misma, olvidando la honra a Dios a través del producto del trabajo, para convertir al dinero, esencia del capitalismo, en su nuevo dios. Las ideas que en su momento planteara Calvino acerca del trabajo y la predestinación terminarían por deformarse y conducir a la degeneración de la economía donde la fiebre capitalista dejaría de hacerle justicia al trabajador y luego justificar, bajo el aurea de la “providencia divina”, la acumulación de riquezas de unos cuantos a costa del despojo.
Esta depravación, ya muy lejana del primer púlpito, ha traspasado los límites con la profanación misma de los púlpitos; congregaciones donde se han establecido nuevas indulgencias llamadas “pactos”, el uso de la culpa para explicar la precariedad como resultado del pecado y dejando impune las injusticias del sistema económico, quedando atrás los fundamentos de la fe obrante del Cristo para rendir, en su lugar, culto a Mammón (avaricia). Sí, hay “pastores” ricos con pueblo pobre, hay templos lujosos con feligreses pauperizados.
Pero no queda ahí. Hoy se usan las plataformas evangélicas para condenar, perseguir y estigmatizar a quienes la cruz les fue dispuesta como puente con su Creador y Redentor, incentivando la cultura del descarte en detrimento del amor al prójimo. Hoy se lucra con la fe, se manipula a la grey, se niega la universalidad de la acción salvífica a quienes no comparten el dogma cristiano, se promueve el conservadurismo sin cuestionar sus violencias contra los oprimidos, se enajena la conciencia para formar masas de feligreses alienados.
La moda del “evangelio de la prosperidad” ha hecho abandonar el original ascetismo intramundano, ese que motivaba a los creyentes a recordar su temporalidad terrenal rehusando entregar su devoción a la acumulación de bienes; la doctrina de poner los ojos en lo eterno. Hoy, las masas de creyentes acuden a los templos a comprar milagros, miran a Dios como una máquina expendedora de riquezas materiales, incluso algunos le tratan como genio de la lámpara, reclamando, “desatando” y “decretando” toda clase de vanidades, olvidando que el amor al dinero es raíz de todos los males.
Sí, es la moderna indulgencia, esa que, al sonar la ofrenda en el alfolí, desata la prosperidad terrenal. Sí, es mucho peor que la primera indulgencia, pues aquella pretendía comprar la salvación, la vida eterna, a pesar de que dicha salvación ya había sido alcanzada por gracia en la cruz, pero ahora, la salud del alma se da por sentada y hasta se menosprecia, lo único que importa es el “milagro financiero”.
Con la malinterpretación de la predestinación se ha olvidado la promesa de que no hay condenación, en cambio, se dice que el éxito o la desdicha es producto de un plan prefabricado, otorgando total impunidad a un sistema social, político y económico asimétrico que puede excluir a la clase trabajadora del Sermón de las Bienaventuranzas.
Como en tiempos de Lutero, el mundo transita por una coyuntura que invita a reinterpretar al antropos en el cosmos; así como un día, en la convención dogmática el hombre creado desplazó al Dios creador, la técnica creada por el humano está desplazando al humano. La crisis salta a la vista: aumentan las tecnologías, pero se precariza el trabajo; aumenta la interconexión, pero se empobrecen las relaciones; mejora la calidad de vida, pero se pierden los motivos para vivir. La sociedad cristiana en todas sus vertientes atraviesa por la peor crisis en su identidad, se enredó en la raíz de todos los males y olvidó su esencia.
Es necesario reformar la Reforma, más concretamente, hacer una pausa en el camino y preguntar por las sendas antiguas, las sendas del amor al prójimo, de la misericordia en lugar de sacrificios. Las sendas del espíritu por sobre la materia, del corazón antes que la apariencia. Al hijo de la reforma le urge recordar que un mismo fin le acontece al rico como al pobre, al justo y al impío, al humano como a la bestia; Si todo vuelve al polvo ¿Por qué aferrarse al polvo y no a aquello que vuelve a quien lo creó todo del polvo?
La reforma necesita reformarse para alzar la voz por los que no han tenido voz, desterrar el fanatismo que niega a los excluidos, que justifica el exterminio bajo pretexto de “predestinación” de los pueblos. La reforma que democratizó el conocimiento de la fe tiene que volver a democratizar el acceso al autor y consumador de la fe, quitando de en medio la compraventa de milagros y la negación de la acción salvífica para quienes han creído en el mismo Absoluto desde otra experiencia. La reforma necesita materializar al espíritu en lugar de espiritualizar lo material, traer al mundo terrenal la ética de los Cielos, o en palabras de Martin Smith, “si algo no es aceptable en el Cielo, no es aceptable aquí”. La reforma necesita hacerle justicia a quienes tienen hambre y sed de justicia.
La Reforma necesita reformarse.