Pensilvania ha servido de escenario para uno de los desenlaces más escandalosos de la vida pública estadounidense. El atentado contra Trump el pasado 13 de julio ya puede ir definiendo la elección del 5 de noviembre, en medio de un clima inestable para los demócratas con un sistema mundo fracturado y una antesala de irresponsabilidad verbal donde el mismo presidente Biden reconoce como error el decir que “había que poner a Trump en la diana”.
La violencia magnicida no es nueva en el mundo, es tan antigua como el poder mismo, y resulta clave en momentos de desorden; para el caso estadounidense resulta de extrema fascinación, al punto tal que está obligadamente presente en narrativas del entretenimiento alrededor del poder, como House of Cards y Designated Survivor.
La vulnerabilidad de presidentes y presidenciables estadounidenses está clara en el imaginario colectivo, desde un Abraham Lincoln, asesinado en un contexto de polarización por la Guerra de Secesión, hasta un John F. Kennedy, presuntamente objeto de una conspiración, y el intento de homicidio de Ronald Reagan, en pleno desarrollo de la Guerra Fría.
El teatro electoral en los Estados Unidos no es tan diferente en su espíritu con relación a ese pasado lúgubre de las barras y las estrellas. El estudio Edelman Trust Barometer 2023 identifica como factores de polarización la desconfianza en el gobierno, la falta de identidad compartida, la injusticia sistémica, el pesimismo económico, los miedos sociales y la desconfianza en los medios, y ubica a los Estados Unidos entre los 6 países severamente polarizados. Esto significa una profunda división en la población estadounidense. Además, las recientes crisis en el orden global, como lo es la guerra en Ucrania y el genocidio contra Palestina ponen en tela de juicio la capacidad de la Casa Blanca para conducir la política hegemónica de Occidente.
Con ese caldo de cultivo, la violencia en Estados Unidos se cataliza por medio de una epidemia intencionalmente no reconocida por tratarse de uno de los mercados más exitosos de los Estados Unidos. El sacrosanto derecho de poseer armas en los Estados Unidos resulta clave para entender la descomposición de su sociedad, donde, según Small Arms Survey, hay 120 armas de fuego por cada 100 habitantes; vaya, que en Estados Unidos hay más armas que personas. Países en extremo violentos no pueden presumir una locura descomunal como esta.
Aunque en el imaginario estadounidense resuena que la posesión de armas en manos de civiles contribuye a la disminución de los delitos, Estados Unidos tiene la tasa de homicidios con armas de fuego más alta de los países desarrollados, como ya lo ha dejado ver el Institute for Health Metrics and Evaluation; peor aún, el 44% de los suicidios con arma de fuego en el mundo suceden en los Estados Unidos. No menos alarmante es que Estados Unidos contabilice más de un centenar de tiroteos públicos masivos en las últimas dos décadas. Esta es la realidad de una nación que acapara el 38.6% del mercado de armas global, según el SIPRI.
Ya lo ha señalado Kris Brown, presidenta de la Fundación Brady; “Estados Unidos está atestado de armas”. Lo paradójico es que el virtual candidato a la presidencia y ex presidente de los Estados Unidos que acaba de ser agredido con arma de fuego, es un partidario del uso de armas de fuego y, por increíble que parezca, durante la convención del Partido Republicano no hubo cambios en la posición sobre el uso de armas de fuego, pese a que su paladín estuvo al borde de la muerte a manos de un joven entusiasta con una ficha confusa en cuanto a la conexión social se trata.
Robert Pape ha advertido que Estados Unidos ha entrado en la era del conflicto civil permanente y el intento de magnicidio contra Donald Trump expone la calidad de los radicalismos que se han venido exacerbando en la nación estadounidense. Resulta perturbador encontrarse con opiniones que, a pesar de no constituir mayorías, si revelan un creciente grado de polarización en torno a la figura de Trump y el uso de la fuerza; esto es, un 10% de la población adulta está de acuerdo con impedir por la fuerza que Trump sea presidente, mientras que un 7% estaría de acuerdo con usar la fuerza para restituir a Trump en la presidencia.
Las cifras, aunque son minoritarias, no son cosa menor si consideramos que, por ejemplo, entre quienes estarían de acuerdo con impedir a Trump en la presidencia por la fuerza, más del 34% poseen armas de fuego, mientras que el 44% de quienes consideran viable usar la fuerza para restituir a Trump también poseen armas de fuego, mientras que el 38% de quienes ven bien el uso de la fuerza para restituir a Trump considera que los asaltantes del Capitolio son unos patriotas. Esto según datos de Chicago Projects on Security & Threats.
El atentado contra Donald Trump ya ha significado un punto de inflexión para la administración Biden que ya de por sí atraviesa su peor momento, pero también ha significado un momento de profunda crisis para el Servicio Secreto de los Estados Unidos. ¿Qué imagen queda en la opinión del público estadounidense, particularmente en los “swing states”, como Pensilvania, donde se perpetró el intento de magnicidio? Si el cuerpo élite no es capaz de salvaguardar la integridad de un ex presidente y nuevamente candidato a la presidencia ¿Qué garantías tiene la población de a pie? Y entre esa bruma se yergue ese candidato como un héroe que ahora puede explotar en su totalidad la imagen del gran americano, invencible, indomable, que no le teme a la muerte.
El atentado perpetrado por Thomas Matthew Crooks ha fortalecido la campaña de Donald Trump, socavado a Joe Biden y llevado al borde de la locura a los Estados Unidos que ve en su vieja fortaleza su mayor debilidad; un boleto al suicidio como estado nación.