A solo una semana de las elecciones en Estados Unidos, la profunda polarización que vive actualmente el país se hace cada vez más evidente.
Por un lado, están los republicanos liderados por Donald Trump, cuya base se caracteriza por un nacionalismo que no esconde su tinte xenofóbico y racista, un negacionismo ante temas científicos y un marcado sentimiento antisistema.
Por el otro, los demócratas apuestan por Kamala Harris, quien ha buscado marcar cierta distancia de la errática retórica de Joe Biden en esta campaña, especialmente tras los escándalos familiares que lo han acompañado y el notorio detrimento de su salud mental. Sin embargo, donde los demócratas no parecen ceder terreno es en su política exterior, marcada por un apoyo constante a las industrias armamentísticas y una clara inclinación belicista, donde es bien sabido que esta administración no ha dudado en respaldar la guerra en Ucrania y a Israel en sus conflictos en oriente medio, lo que resalta aún más su protagonismo en conflictos internacionales.
Tampoco es sorpresa que el comentario de hace unos días de Kamala Harris sobre Gaza –donde negó que se estuviera cometiendo un genocidio– haya generado rechazo en la comunidad musulmana-estadounidense y en sectores jóvenes que ahora se inclinan hacia Trump, no necesariamente por simpatía, sino como voto de castigo.
Los demócratas, o no comprenden, o no están dispuestos a abandonar su postura bélica, aunque parezca que este costo político les reste apoyo de su misma base de votantes. Al mismo tiempo, resulta ingenuo suponer que un regreso de Trump implicaría el fin de la guerra en Ucrania o en el Medio Oriente con una simple orden suya. En su administración pasada, demostró que si bien mantiene una retórica altisonante, parece preferir conflictos verbales sobre aquellos que requieren intervención directa.
Incluso hay quienes consideran que la postura de Trump podría llevar a un conflicto a gran escala con China, aunque dicha confrontación probablemente sea pura palabrería y no una campaña militar, en línea con su estilo provocador y desafiante.
¿Quién va ganando?
Es fundamental cuestionarse en este momento: ¿quién lleva la delantera y qué deben hacer los candidatos para asegurar la victoria? A diferencia de otros países, en Estados Unidos el voto popular no define al presidente; el resultado depende de un sistema de votación indirecta, donde cada estado cuenta con un número de votos electorales. Así, conocer al puntero depende tanto de quién lo diga como del estado en cuestión. En un promedio de encuestas del New York Times, Kamala Harris tiene una ventaja marginal de menos de un punto porcentual, la más baja desde agosto, cuando parecía que tomaba mayor impulso.
Para asegurar los 270 votos electorales necesarios, los candidatos deben enfocarse en los estados clave como Michigan, Wisconsin, Nevada, Arizona, Pensilvania, Georgia y Carolina del Norte. Estos estados, sin un claro ganador, muestran una contienda tan cerrada que incluso el margen de error de las encuestas podría ocultar una ventaja para Trump.
Otro factor relevante es el respaldo incondicional de Elon Musk a Trump, que ha profundizado la polarización política en Estados Unidos. A través de su plataforma, X, Musk no solo ha promovido la candidatura de Trump, sino que ha permitido un espacio en el que se expresan discursos racistas, xenófobos e incluso consignas neonazis, que ya han comenzado a escucharse en los mítines del candidato republicano. Asimismo, que la persona más rica del mundo esté invirtiendo tiempo y recursos económicos en apoyar a Trump expone los conflictos de poder en las esferas más altas de la política estadounidense y sugiere, al mismo tiempo, una ventaja estratégica que no puede pasarse por alto.
Por otro lado, hemos visto una fuerte campaña de apoyo a los demócratas por parte de artistas, influencers y celebridades, muchos de los cuales han participado en eventos organizados por el partido o se han manifestado abiertamente a favor de Kamala Harris. Sin embargo, esta ola de respaldo mediático contrasta con recientes reportes en los medios estadounidenses, que han destapado la cloaca de casos de alto perfil relacionados con celebridades, incluido el caso de P. Diddy, el cual implica acusaciones graves de abuso de menores y trata de personas. Esta situación pone en entredicho la legitimidad de la influencia cultural que los demócratas intentan capitalizar, lo que, en lugar de sumar, puede estar generando más desconfianza.
Con este contexto, los votantes estadounidenses se ven atrapados entre dos alternativas: un líder abiertamente racista y divisivo, o un partido demócrata cuya tendencia bélica y afinidad por la industria armamentística resulta tan cuestionable como implacable.
En este dilema, parece que la decadencia de la política estadounidense no ofrece un camino claro. Las alternativas se presentan no como opciones viables, sino como caras de una misma moneda desgastada, reflejando un sistema en donde la división, el conflicto y la crisis de representación llevan tiempo minando la calidad de su democracia y la credibilidad del sistema en general.