Liderazgos construidos desde el poder y su fragilidad política

Me vienen a convidar a arrepentirme
Me vienen a convidar a que no pierda
Me vienen a convidar a indefinirme
Me vienen a convidar a tanta mierda

El Necio, Silvio Rodríguez.

El sistema político mexicano abrevia como máxima democrática el principio antirreeleccionista. La imposibilidad de ser electo indefinidamente en cargos públicos inspira naturalmente a quienes encabezan los breves ciclos de poder a buscar transmitirlo y continuar el ejercicio de gobierno, ahora de manera impersonal, a través del sucesor. 

Esa es la historia política de lo que fuera el partido de estado en nuestro país. El poder no se ejercía individualmente por el presidente recién electo; tenía ya la carga del compromiso adquirido por el impulso de su antecesor. Se vislumbraba al pueblo como incapaz de decidir quién debía dar secuencia gubernamental, y por ello, las cúpulas determinaban quien seguía en la cadena de jerarquías. 

La fila dorada era certeza de acceso al paraíso republicano, la transmisión del poder residía en la soberanía del poderoso; contrario a lo establecido en el artículo 39 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. 

La política aldeana replica el esquema del presidencialismo. Los – grotescamente –  llamados operadores políticos, construyen su reputación electoral según resultados que presentan como propios, pero son determinados por múltiples factores externos, tales como hechos coyunturales y la posición de poder donde se desempeñen en el momento de realizar la tarea encomendada. 

Es entonces una falacia atribuir al “operador electoral” un triunfo absoluto, dado que para ejecutar su rol necesita invariablemente el uso de recursos de aparente procedencia pública, así como entrega de dádivas ilimitadas para aceitar la maquinaria. La entrega de resultados es en función de los elementos que tuvo a disposición el operador para la consecución del fin; no así por su talento o inteligencia personal. 

Es por ello que, al caducar los periodos de gobierno, los “grandes operadores” terminan por difuminarse y no volver a aparecer. Solamente saben hacer política desde el poder. Quien únicamente hace política desde el poder, no hace política. 

La labor política es un trabajo artesanal. De eterna inversión en tiempo y emoción. De réditos inciertos. Es entregarse al abismo con la convicción de que más vale plantar una semilla (independientemente de que florezca o no), que conformarse a la doliente supervivencia que ofrece el statu quo. Cambiar la realidad no es solamente una utopía, es, ante todo, una necesidad. 

Preguntémonos internamente cual sería la propuesta política nacional en la actualidad, si Andrés Manuel López Obrador no hubiera esforzado su espíritu al límite y hubiese frenado su caminar acumulado de veinte años. Su osadía, tenacidad y necedad permiten que sea planteado en estos momentos la posibilidad de un México diferente y nuevo. 

Quizá era inimaginable para él mismo la acumulación de poder popular que repercutió en la obtención de un inalcanzable poder político. 

El actual Presidente de la República hizo política toda su vida fuera del poder. Esos son los verdaderos liderazgos. 

Los que no se compran o cambian por algo.

A cambio de nada.

A cambio del cambio.