Desde antes de iniciar su sexenio, el presidente Andrés Manuel López Obrador ha sido duramente criticado por propios y extraños sobre su cercanía con algunos grupos de las fuerzas armadas del país; mientras que algunos de sus partidarios (de izquierda más idealista) critican a la armada por ser una institución poco trasparente y “opresora” casi por naturaleza, sus detractores critican tal relación por considerar que se está “militarizando” al país y se planea dar un auto “golpe de Estado”, sea lo que esto signifique. Sin embargo, poco se ha dicho en efectos prácticos más allá de preconcepciones y escenarios fatalistas, resultado de una imaginación bastante alimentada por los susurros de la propaganda neoliberal y una izquierda que tiene muy presente el pasado militar de América Latina pero no sus causas y promotores.
Y es que más allá de paranoia y propaganda mal intencionada al amparo de los medios masivos, las fuerzas armadas son un grupo de poder por sí mismo, el cual está inserto y es pleno participante en el ejercicio del poder político y la búsqueda de defender sus intereses y capacidades; sin embargo, también cumple con una función determinada en la sociedad y en el Estado, la cual evidentemente no es “poner en peligro las instituciones” o amedrentar a la ciudadanía, tal como dice el prianismo, sino que su labor radica en la defensa de la seguridad nacional, ya sea de amenazas externas o internas.
Además, el ejército no es un grupo autónomo, sino que depende directamente del Estado y sus instituciones; por tanto, está limitado a su marco institucional; y aunque cuentan con su propio marco normativo-institucional, éste se encuentra sujeto a los poderes ejecutivo y legislativo nacional y, por ende, a la soberanía nacional, al pueblo.
En este punto es deseable puntualizar el significado mismo de “golpe de Estado”, justamente para disipar la infodemia que existe en torno a la relación ejecutivo-fuerzas armadas. Según la Real Academia de la Lengua Española[1], un golpe de estado puede entenderse como la “Destitución repentina y sustitución, por la fuerza u otros medios inconstitucionales, de quien ostenta el poder político”, la segunda acepción de este término menciona que se trata del “ Desmantelamiento de las instituciones constitucionales sin seguir el procedimiento establecido”.
Entonces, el hecho que la armada decida traducir sus capacidades de ejercicio de la fuerza en poder político sería algo que, en efecto, destruiría la configuración institucional del Estado, en un abierto atentado contra la población en general. Sin embargo, tal como lo vemos en el caso de la mancuerna entre el ejecutivo encabezado por el presidente López Obrador y las fuerzas armadas, esta relación es más que normal y deseable, ya que significa que el grupo de poder con más capacidades de ejercer la fuerza está respetando el marco institucional y al presidente como su comandante supremo, tal como dicta la constitución política de los Estados Unidos Mexicanos.
Dentro de este contexto también existe otra narrativa mal intencionada que intenta aprovecharse de la historia latinoamericana de dictaduras y otros golpes de Estado y hacer sinónimo la participación del ejército de labores civiles como una afrenta al orden democrático y sus instituciones, aún cuando tales labores sean para ayudar en labores que fácilmente podrían catalogarse como de seguridad nacional; irónicamente parte de esta narrativa es devenida de grupos de la “sociedad civil”, muchos de ellos pagados por medio de la Agencia de EE. UU. para el Desarrollo Internacional (USAID, por su sigla en inglés), la cual se ha comprobado[2] que se desprende de la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos (CIA, por sus siglas en inglés).
La ironía es doble cuando se tiene en cuenta el papel del injerencismo extranjero, tanto en las dictaduras militares de América Latina como en las dictaduras soportadas por el aparato militar, así como está sucediendo actualmente en Perú y en donde los heraldos de la democracia e institucionalidad han decidido callar o, en el peor de los casos, recurrir a la receta autoritaria de denominar terrorista a toda crítica y oposición.
En este proceso el papel de Estados Unidos es más que destacado, es un elemento clave a la hora de analizar los riesgos y alcances de las supuestas “militarizaciones”, ya que un gobierno (sea militar o no) sin apoyo internacional bien pude ser sancionado y hasta bloqueado por los grandes poderes como muestra de presión internacional (como con Cuba), sobre todo en el hemisferio americano, el cual se encuentra más que al alcance de la capacidad impositiva estadounidense. Aquí es clave el ejército como último baluarte de la gobernabilidad y el gobierno, pese a lo que esto implique el aislamiento internacional (tal como en el caso de Venezuela, El Salvador o Nicaragua) o como palanca de cambio para instaurar o mantener un gobierno no electo democráticamente (como en el caso de Perú).
Entonces, en lo que compete al caso mexicano, el problema de la gobernabilidad no sería exactamente devenido de un riesgo que las fuerzas armadas vayan a querer subvertir el orden institucional y los poderes instaurados vía democrática, ya que estos mantienen una relación más que óptima con el ejecutivo encabezado por el presidente López Obrador, sino al contrario; el problema y riesgo a la gobernabilidad radicaría en la corrupción del aparato militar y su puesta al servicio de otros intereses y grupos de poder más allá de su ordenanza constitucional. Analicemos esto más a fondo.
Pese al credo propagandístico del aparato político-cultural estadounidense y su evangelio neoliberal, el gobierno no es el único actor que centra su interés en la política y ejerce distintas prácticas, según sus capacidades, con el fin de beneficiarse del poder político del Estado, sus instituciones, elementos y recursos. Ni mucho menos el gobierno es el actor que cuenta con más capacidades en algunas áreas, tal como es el caso de la ciencia aplicada, en donde las empresas tecnológicas ostentan un dominio enorme.
En realidad existen diferentes grupos de poder que ejercen la política más allá del gobierno, los cuales se encuentran en constante tensión y mantienen relaciones de cooperación y conflicto, ya sea dentro de un marco institucional como es el Estado (ejecutivo, legislativo y judicial) o frente a éste. Dentro de estos últimos tenemos el caso del capital, tanto extranjero como nacional, quienes fuera de la competencia mercantil (o dentro de ella) establecen relaciones de cooperación política bastante fuerte, centralizada y organizada. Un caso paradigmático dentro del poder del capital y que se ha trasmutado en poder político mismo, es el de los medios masivos de comunicación, los cuales hasta han sido denominados como “el cuarto poder” frente a los tres poderes del Estado, sobre los cuales usualmente se olvida que son empresas particulares con intereses puntuales.
Otro de los grupos de poder con aspiraciones políticas es la sociedad civil organizada, ya sea devenida de una organización horizontal, por iniciativa individual o por medio de “liderazgos”, tanto económicos como políticos; farsantes, pues, tal como Claudio X. y su aberrante intento de pervertir y secuestrar el concepto de la sociedad civil organizada y ponerlo al servicio del capital como otro frente a conquistar en la lucha por el poder político estatal; o como el PAN y sus varios grupos de la sociedad civil.
Por otra parte esta el poder eclesiástico, el cual claramente está en plena decadencia, sobre todo en las ciudades, ya que a nivel local y regional aún mantienen buenas cuotas de poder; y, aunque están impedidos del ejercicio de poder político, esto no significa que no puedan ejercer cierta influencia de manera indirecta y directa, sobre todo en la política local.
Uno de los poderes más subestimados es el poder de la masa, de individuos indiferenciados que se funden en un contingente de gente, el cual bien puede marchar por sus derechos, ejercer presión de consumo o bien puede generar disturbios y hasta revoluciones, cuya ventaja numérica claramente puede traducirse en un poder político frente al Estado y a otros grupos de poder.
A su vez está el poder armado, representado por los ejércitos y el aparato policial, los cuales dadas sus capacidades de ejercicio de fuerza pueden traducirlas fácilmente en poder político si así lo quisiesen; sin embargo, tal capacidad de fuerza también es la última salvaguarda de la gobernanza y el orden institucional frente a amenazas como la guerra, insurrecciones, grupos armados, entre otros.
Es justamente este escenario en el cual el presidente ha tenido que maniobrar, con un poder político fuerte, representado por el ejecutivo y parte del legislativo; sin embargo, éste no sólo se enfrenta a la otra parte del legislativo y buena parte del poder judicial, sino que además está en constante tensión con poderes institucionales autónomos; así como buena parte del poder del capital (nacional y extranjero), sus medios masivos y propagandísticos; varios actores de la sociedad civil organizada (subvertidos o no); además de algunos sectores religiosos conservadores y ultra conservadores.
Al gobierno del presidente sólo le queda la fuerza que le brinda la masa por medio de las elecciones, misma que se reafirma constantemente, tal como en las elecciones de 2021 o la histórica marcha del 27 de noviembre; así como su relación constitucional y personal con el poder de las fuerzas armadas, no hay que ser un genio y erudito de la estrategia política o la teoría de la decisión para elegir sumar a un poder tan elemental en la ecuación para la gobernabilidad, sobre todo frente a tantos grupos de poder tan ansiosos de cambiar el rumbo que está marcando la administración del presidente López Obrador, los cuales no dudarían en militarizar realmente a México, tal como le pasó a Perú… Si pudieran, por desgracia el presidente cuenta con dos poderes clave que le apoyan: las fuerzas armadas y el pueblo.
[1]https://dpej.rae.es/lema/golpe-de-estado
[2]https://contralinea.com.mx/interno/semana/la-cia-la-usaid-y-la-ned-en-accion/