En el discurso oficial de Occidente, se ha presentado al libre mercado como un pilar infalible de la prosperidad y el desarrollo económico global. No obstante, las recientes declaraciones del presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump, sobre imponer aranceles del 100% a los países que dejen de usar el dólar como moneda de referencia, muestran un claro ejemplo de una de las tantas contradicciones que más le aquejan a la perspectiva liberal.
En la teoría, el libre mercado debería permitir que las naciones comercien sin barreras, dejando que las fuerzas de oferta y demanda guíen las transacciones y establezcan el “valor” de las cosas. Pero, en la práctica, este ideal parece tener límites estratégicos que benefician a quienes controlan las reglas del juego. ¿Qué tan libre es un mercado donde el actor más poderoso impone medidas coercitivas para proteger su hegemonía, castigando así cualquier intento de diversificación que amenace su dominio?
¿Será que el discurso del libre mercado choca con la realidad y que las acciones de los Estados moldean las reglas según sus intereses mucho más de lo que Occidente está dispuesto a admitir? Si no fuera así, ¿cómo explicar que Estados Unidos, autoproclamado defensor de la competencia, recurra a medidas proteccionistas para mantener su posición privilegiada?
Para entender mejor esto, hay que partir de la idea de que el dólar no solo es una divisa; es una herramienta de poder. Desde los acuerdos de Bretton Woods en 1944, el dólar ha sido la base del sistema financiero global, que inicialmente estaba respaldado por el oro, en 1971 este vínculo se rompió, dejando al dólar como una moneda fiduciaria. Desde entonces, su valor se sostiene en la confianza global y en el poder económico y político de Estados Unidos.
Este "privilegio exorbitante", como lo definió el exministro francés Valéry Giscard d’Estaing, le ha permitido a Estados Unidos imprimir moneda prácticamente sin restricciones, y no es ningún secreto que con esta ventaja ha financiado; desde programas internos, hasta conflictos bélicos, sin sufrir las mismas consecuencias que enfrentan otras economías al incrementar su masa monetaria.
Sin embargo, el dólar también es un arma geopolítica. Las sanciones financieras contra Rusia tras la invasión de Ucrania muestran cómo Estados Unidos utiliza su control del sistema financiero global para aislar a sus adversarios. En respuesta, bloques como los BRICS han comenzado a buscar alternativas, ya sea comerciando en monedas locales o desarrollando propuestas para una nueva divisa internacional, lo que tiene bastante preocupado a Washington.
Este contexto demuestra que el mercado no es tan libre como se proclama y que la economía global no funciona únicamente bajo la lógica de la oferta y la demanda, sino que está profundamente influenciada por decisiones políticas, estrategias de poder y acciones unilaterales. El caso del dólar lo deja clarísimo: su hegemonía no se sostiene solo por méritos económicos, sino por una mezcla de confianza, coerción y poder estatal.
Aceptar que el libre mercado tiene límites implica reconocer que los ideales económicos están subordinados a las dinámicas del poder político, donde las naciones que lideran el sistema no solo establecen las reglas; sino que también las alteran cuando sus intereses están en riesgo. Esta contradicción no invalida el mercado como mecanismo de desarrollo, pero sí pone en cuestión la equidad y veracidad de sus afirmaciones y fundamentos.
Para países en desarrollo, la pregunta es: ¿cómo operar dentro de un sistema que privilegia a los jugadores más fuertes? La diversificación de divisas y el fortalecimiento de las economías locales son respuestas posibles, pero desafiar el statu quo siempre conlleva demasiados riesgos.
Asimismo, la contradicción del libre mercado no solo se manifiesta en el plano macroeconómico, sino también en la dinámica de los mercados locales y las sociedades. En una economía, los actores con más recursos –ya sean empresas o individuos– tienen una tendencia natural a dominar, no solo por su capital, sino porque por lo general, poseen más herramientas, conocimientos y redes para influir en un mercado en el que son expertos, así como en las reglas que lo gobiernan.
La teoría del libre mercado presupone que todos los participantes actúan (o deberían) de forma racional y ecuánime para promover una competencia justa, pero la realidad es distinta: en lugar de favorecer la pluralidad y el equilibrio, los más poderosos suelen buscar formas de eliminar o limitar la competencia, consolidando monopolios o acaparando recursos.
Un ejemplo claro es cómo las grandes corporaciones utilizan su influencia para moldear legislaciones que les benefician o incluso para absorber a sus competidores emergentes. ¿Por qué permitir que alguien compita conmigo si puedo comprarlo o sacarlo del mercado? Estas dinámicas son una versión micro de lo que ocurre a nivel global: quienes tienen más poder no solo compiten, sino que "hackean" las reglas para perpetuar su ventaja. Este comportamiento también contradice los ideales del libre mercado, al mismo tiempo que revela una naturaleza humana que no siempre es racional o justa cuando se trata de negocios.
En México, el ejemplo más claro es Telmex que, después de su privatización en 1990, bajo el control de Carlos Slim, se convirtió en el gigante de las telecomunicaciones en México. Aunque el neoliberalismo mexicano repetía como cacatúa que había que fomentar la competencia, lo cierto es que la infraestructura de Telmex era tan dominante que otras empresas tuvieron dificultades para competir. Por ello que en varias ocasiones, fue acusada de prácticas monopólicas, como limitar el acceso a su red a competidores o cobrar tarifas excesivas por su uso.
En 2014, el Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT) declaró a Telmex como un agente económico preponderante, lo que llevó a imponer regulaciones para equilibrar el mercado. Sin embargo, su posición hegemónica le permitió retrasar o minimizar el impacto de estas medidas. Este caso ilustra cómo una empresa con recursos y control de infraestructura puede perpetuar su dominio incluso bajo marcos regulatorios diseñados para limitarlo.
Del mismo modo, Microsoft fue acusada en Estados Unidos de abuso de posición dominante. El caso más famoso fue el juicio antimonopolio del Departamento de Justicia en 1998, que acusó a Microsoft de prácticas anticompetitivas para mantener su control sobre el mercado de sistemas operativos y navegadores web.
La empresa incluyó su navegador Internet Explorer como parte de Windows, dificultando que los consumidores optaran por alternativas como Netscape. Aunque el caso resultó en acuerdos legales y restricciones, Microsoft ya había consolidado su dominio.
A partir de estos casos, no es muy difícil concluir que el libre mercado no es lo que dicen ser y que Estados Unidos, como arquitecto y principal beneficiario del sistema actual, ha utilizado métodos tramposos y herramientas político-económicas para proteger su hegemonía, incluso a costa de los principios que dice defender. Del mismo modo, la tan celebrada libertad del mercado resulta, en el mejor de los casos, una abstracción profundamente cuestionable.