La defensa de los derechos humanos suele imaginarse en los grandes discursos, en las leyes progresistas o en los informes técnicos. Sin embargo, su esencia más profunda y transformadora no reside en lo abstracto, sino en lo vivido. Es una práctica que debe nacer del sentir, porque sólo quien ha experimentado en carne propia la complejidad de la dignidad herida puede construir una defensa verdaderamente sólida.
Los derechos humanos se defienden mediante estudios constantes, investigaciones, debates, análisis, pero no sé agotan en la teorización, sino que se complementan al caminar la ciudad con los cinco sentidos alerta, al escuchar las historias de exclusión en el transporte público, al reconocer la resistencia en una marcha del Orgullo, al palpar la solidaridad en los escombros de un sismo o al saborear la diversidad en un bazar de la Condesa. Estas vivencias son el sustrato invisible pero esencial que convierte un marco jurídico en una herramienta con alma.
Una defensa que nace del sentir comprende que las violaciones a los derechos humanos no son solo incumplimientos legales; son heridas en el tejido social, son dolores que se acumulan en el cuerpo de las personas y en la memoria colectiva. Quien ha sentido la ciudad no puede reducir su labor a la queja administrativa. Sabe que debe territorializarse, salir de las oficinas a las calles, porque es en los territorios concretos, en las colonias, las plazas, los centros comerciales, los pueblos, los espacios públicos, donde los derechos se disfrutan o se vulneran, donde se conquistan o se negocian a diario.
Esta perspectiva convierte la defensa en un acto de empatía radical. No es "ponerse en los zapatos del otro" como un ejercicio intelectual, sino reconocer que, en cierta medida, ya hemos caminado con esos zapatos. Que la dignidad es una sola y se lesiona de manera colectiva. Por eso, una pedagogía de derechos humanos efectiva no puede ser solo la transmisión de contenidos; debe ser una invitación a la transformación personal y cultural, a que cada persona servidora pública, cada ciudadana, entienda que los derechos humanos son una postura de vida que enriquece las relaciones interpersonales y construye comunidad.
Cuando la defensa se ancla en lo vivido, la prevención deja de ser un mero trámite administrativo para convertirse en un quehacer colectivo. Los datos y las estadísticas, imprescindibles, se complementan con los relatos, con la memoria de las luchas, con el sabor de las resistencias. Se entiende que detrás de cada folio hay una vida, una historia, un rostro.
En un mundo donde los discursos de odio y la deshumanización avanzan, la defensa de los derechos humanos necesita, más que nunca, echar raíces en el terreno fértil de las experiencias compartidas. Necesita recordar que su poder está en la capacidad de organizarse, de incidir en la vida cotidiana, de construir de manera colaborativa con todas aquellas entidades comprometidas con la igualdad, la inclusión, y en el caso de la Ciudad de México, de la mano de quienes tienen presente de que esta Ciudad tiene el llamado histórico de ser ese faro de luz que sea un contrapeso al avance de los conservadurismos y sus emisarios. Es esa conexión la que en última instancia, construye una ciudad donde la dignidad no sea un principio abstracto, sino una realidad que se siente, se vive y se defiende en el día a día.