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  • 22 Oct 2025
  • 22:10
  • SPR Informa 6 min

Cuando la verdad dejó de ser rentable. Cómo internet se volvió una fábrica de mentiras

Cuando la verdad dejó de ser rentable. Cómo internet se volvió una fábrica de mentiras

Por Ernesto Ángeles .

La promesa fundacional de internet fue democratizar el conocimiento y conducir a la humanidad a una nueva era de la información; sin embargo, el mismo ecosistema que aumentó el flujo de información también multiplicó las mentiras y los engaños. En pocas décadas, hemos pasado de celebrar la apertura del ciberespacio a constatar la masificación y normalización de la desinformación política a través de un entramado que no solo difunde mentiras, sino que manipula emociones, polariza sociedades y genera beneficios económicos y poder político.

En este escenario, el propio diseño económico de internet y de las redes sociales tiene una responsabilidad estructural en la expansión de la desinformación. Desde sus orígenes, la red se construyó sobre un modelo publicitario que convirtió la atención en mercancía y los datos personales en combustible de la economía digital.

Asimismo, las plataformas no son medios neutrales, sino empresas que monetizan el tiempo de conexión y la interacción: cada clic, reacción o comentario representa ingresos; por lo tanto, los algoritmos que gobiernan el flujo informativo están optimizados no para priorizar la verdad, sino para maximizar el rendimiento económico. Se ha descubierto que las emociones —en especial la indignación, el miedo y el morbo— son más rentables que la información verificada, y la arquitectura de las redes lo sabe.

Este modelo, basado en la extracción masiva de datos y la segmentación del comportamiento humano, ha transformado la comunicación en un sistema de retroalimentación comercial del pensamiento, ya que las redes sociales funcionan como grandes espejos algorítmicos que devuelven al usuario lo que más le interesa.

Así, la frontera entre información y entretenimiento se diluye, la discusión pública se convierte en espectáculo y la verdad se vuelve un producto más, subordinado a métricas de rendimiento; en consecuencia, las plataformas, aunque no produzcan directamente la desinformación, la facilitan y la incentivan, por lo que cada pieza de contenido engañoso que se viraliza refuerza un sistema que premia el ruido sobre el conocimiento.

Conscientes de esta situación, han florecido una serie de actores que explotan la facilidad con la que se diseminan mentiras, engaños y discursos de odio, por lo que la industria del engaño reúne actores heterogéneos. Por un lado, empresas privadas que se presentan como consultoras de marketing político, relaciones públicas o data analytics y ofrecen paquetes que van desde microsegmentación avanzada y astroturfing hasta operación de ejércitos de bots y campañas de difamación.

Junto a esa capa corporativa prosperan emprendedores de la desinformación: pequeños colectivos y operadores independientes que monetizan el tráfico con titulares alarmistas y teorías de moda.

A la dimensión económica se suma la geopolítica. Estados y gobiernos con vocación autoritaria —o democracias dispuestas a cruzar líneas— han financiado operaciones de influencia que combinan troles humanos, granjas de bots y cuentas automatizadas.

¿Y por qué funciona? Porque la desinformación explota sesgos cognitivos previsibles —confirmación, disponibilidad, miedo— y se alinea con arquitecturas de plataforma que premian la atención. Porque no requiere demostrar nada, le basta con sembrar duda sobre todo lo demás y porque la cooperación entre Estados, partidos, consultoras, agencias de publicidad y microemprendedores crea una cadena de valor robusta, con sustitución rápida de piezas si alguna cae.

El resultado es un ecosistema resiliente, capaz de mutar, migrar de plataforma y aprender tácticas nuevas con gran velocidad, por lo que la respuesta ante este problema debe ser integral.

En el plano regulatorio, urge transparentar la publicidad digital, limitar la segmentación política opaca y establecer responsabilidades financieras claras para plataformas que lucran con bulos sistemáticos.

En el plano tecnológico, se requieren mejores detectores de coordinación inauténtica, trazabilidad de contenidos audiovisuales y protocolos de respuesta rápida para deepfakes en contextos electorales.

En el plano social, la alfabetización mediática no puede reducirse a consejos de “verifica la fuente”, sino que se debe enseñar cómo operan los algoritmos, cómo reconocer ingeniería emocional y cómo distinguir hechos de narrativas interesadas.

Y en el plano político, hace falta voluntad para investigar y sancionar; por ejemplo, a partidos que contratan operaciones sucias, gobiernos que promueven campañas de manipulación y empresas que venden herramientas de engaño deben enfrentar costos reales.

En conclusión, la era digital no está condenada a la posverdad, pero sí exige políticas, tecnologías y culturas cívicas a su altura. Entender el recorrido —del correo en cadena al deepfake viral; del foro marginal al influencer que monetiza conspiraciones; del meme al ataque coordinado— es el primer paso para desactivar un sistema que convirtió la mentira en producto y la atención en botín.

Recuperar espacio para la deliberación informada implica reorganizar incentivos, reconstruir confianza y aceptar que la defensa de la verdad, en el siglo XXI, es también una defensa de infraestructuras.