Desde esta semana entró en vigor en Brasil la prohibición de la red social X -antes Twitter- a nivel nacional, esto significa que la plataforma no podrá operar en el ciberespacio brasileño de manera oficial, por lo que quienes quieran usar la plataforma tendrán que usar una red privada virtual (VPN) que los dirija fuera del sistema digital de Brasil; sin embargo, hasta hace unos días, la autoridad había establecido que el acceso a X desde una VPN sería multado, aunque días después dieron marcha atrás a tal medida.
La razón detrás de esta prohibición se debe a la negativa del empresario Elon Musk a cooperar con las leyes brasileñas, por considerarlas autoritarias y un atentado contra la libertad de expresión, según él.
Sin embargo, el trasfondo del conflicto subyace en el intento de golpe de Estado después del triunfo de Lula Da Silva en 2022, el cual fue coordinado y amplificado gracias a la actividad de la ultraderecha en X y las parcialidades propias de la red social; debido a esto, la justicia brasileña, especialmente un juez del Supremo Tribunal Federal, el ministro Alexandre de Moraes, ordenó a X que diera de baja unas cuentas, a lo que Musk se negó; por lo que de Moraes respondió con multas, la amenaza de bloquear a X del país, así como llevar a la justicia a quien representaba a X en Brasil; la reacción de Musk fue simplemente cerrar las oficinas del país, lo que le permitiría evadir las responsabilidades legales; sin embargo, el empresario no contaba con que el presidente Lula da Silva tomaría partido a favor de la justicia brasileña, por lo que la prohibición de la red social en el país siguió su curso, sólo que sumado también a la amenaza contra SpaceX, otra empresa de Musk, por si no obedecía la orden de bloquear X.
Es así como en estos días la prohibición de X se hizo efectiva en Brasil, el cual es el mercado más grande de América Latina y tiene alrededor de unas 20 millones de cuentas en X. Aunado al hecho del respeto a la soberanía de un país y lo aberrante que resulta que el hombre más rico del mundo se crea con la potestad de determinar qué es la libertad de expresión -y más en un país que ni es el suyo-, resulta curioso que esto sucede apenas unos días después que el CEO de Telegram, Pável Dúrov, fuera apresado en Francia -también por rehusarse a cooperar con las autoridades-; así como en vísperas del día en que Meta sacara una carta en donde se arrepentía de haber cooperado y obedecido las directrices censoras del gobierno de Biden-Harris durante la pandemia.
Todo lo anterior parece sintomático, pero ¿de qué?, ¿de dónde viene todo esto?
Considero que todo lo anterior es la manifestación de tres procesos que se han precipitado y hasta cierto punto retroalimentado, especialmente en los años que van del 2016 al 2022: el primero es la conquista de espacios (y empresas) digitales de la derecha y la extrema derecha a nivel mundial, un proceso que se aceleró tras la victoria de Trump y el Brexit; la segunda variable es la guerra de la información a nivel internacional, no sólo entre los intereses occidentales y orientales, sino también al interior de Occidente, dicha guerra de la información se caracteriza por la propaganda, la desinformación y la censura en espacios informativos físicos y digitales, con los medios tradicionales jugando aún un papel muy importante. Por último, está el gran poder de las empresas de tecnología digital, cuyo poder aumentó considerablemente a raíz de la pandemia de Covid y con productos que pueden ser monopólicos, por lo que son usados masivamente, convirtiéndose en infraestructuras digitales necesarias -no creo que algún país sensato en Occidente quiera bloquear Google o Apple- o con un nivel de relevancia alto, tal como con X; frente a unos Estados inadecuadamente equipados para competir o siquiera regular a las empresas de tecnología digital.
Por un lado, la estridencia de la ultraderecha -en lo que denominan la guerra cultural- les ha permitido usar maliciosamente valores básicos de internet como la anonimia y la libertad de expresión para enrarecer el discurso y las interacciones en las plataformas de redes sociales; valiéndose de estrategias como el acoso/troleo; la creación de comunidades, contenido y tendencias; la distorsión de acontecimientos y verdades históricas; así como aprovechando el funcionamiento y las parcialidades propias de los algoritmos de redes sociales; a lo que también ahora se suma la parcialidad y activismo político abiertamente de un empresario de una red social.
La respuesta ante estas manifestaciones ha sido en muchos casos la censura, ya sea de los propios actores políticos nacionales, como en su momento a Trump o en Alemania con la ultraderecha; en el contenido y los usuarios, así como pasó con los disturbios callejeros en Reino Unido o Venezuela; así como la censura de los propios espacios digitales, tal como es el caso de Brasil y Venezuela, los cuales dieron de baja directamente a la red social por su negativa de cooperar.
Además, la censura también es parte integral de la guerra de la información, especialmente en el contexto geopolítico de hoy en día, con países e intereses de Occidente y Oriente en guerra y otros con planes de guerra. Esto implica que los países deben preparar a sus poblaciones ante posibles escenarios, tal como sufrir los efectos de una paz armada, la propaganda enemiga o el tener que irse a la guerra; lo anterior vuelve necesario que se censuren espacios digitales que promuevan contenidos alternos, la promoción constante de contenidos y verdades afines a los intereses oficiales, así como también la persecución del disenso.
En este proceso de guerra de información extranjera y nacional, los Estados que no son poseedores de redes sociales, se enfrentan a la pregunta ¿cómo proteger a la población y al propio Estado de un ciberespacio cada vez más hostil y ajeno? Especialmente si son los propios empresarios los que fomentan tal entorno. En el corto plazo los países sólo pueden: no actuar y centrar su atención en otros elementos como la población; intentar negociar con las empresas digitales; proceder a regularlas o, ultimadamente, prohibir y censurar la operación de las plataformas, así como perseguir a sus empresarios.
El problema de aceptar el enfoque regulativo y prohibitivo es ¿quién determina qué es aceptable y qué no?, ya que dicha capacidad puede ser fácilmente explotada con fines políticos o económicos y servir a intereses no democráticos, aunque es evidente que seguir dejando la regulación en las empresas y sus consejos no es una buena idea.
Entonces, ¿Cómo se puede fomentar la responsabilidad de los usuarios sin incurrir en la censura? ¿Cómo lograr un consenso común en torno a temas tabú o temas complicados? Y, más aún, ¿cómo extender la capacidad de protección de los Estados en los espacios digitales y frente a empresas con gran poder, sin censurar o prohibir?