Para dominar el arte de aplaudir sin hacer ruido, en ocasiones, es necesario que desde las entrañas de una redacción cansada, obtusa y aburrida, se le permita al personaje en cuestión hacer en ocasiones de relaciones públicas del poder y otras de presentador de las noticias del día. Si las condiciones lo permiten, los callados, por su naturaleza ajena al diálogo, optarán por sólo permitirse emitir sonidos cuando su adalid lo permita.
Algunos, en un afán menos ostentoso pero no menos dañino para el ecosistema de la información, optarán tan sólo por repetir constantemente los discursos a la carta de sus comensales ideofagos. Sin palabra no hay crítica. Y sin critica, las causas suelen digerirse a cambio del silencio.
Otra practica común, de aquellos quienes logran dominar este espectáculo insonoro, es la de llegar acuerdos con algún poder. Con alguna voz más potente que la propia (el auténtico poder por definición) que les permita llegar a la quincena al final del mes.
Definitivamente aquella no será cualquier quincena, algunos quizás logren, tener un desayuno con servicio a la habitación y vista a un hotel ruidoso en Nueva York o Las Vegas. Esponjas del vino y gorgojos del pan.
En esta desequilibrada ecuación, el dinero, por alguna razón que aun no comprendo, juega un papel imprescindible. Pero no me refiero al dinero que todos tenemos en las manos. No. Me refiero a aquellas cuentas con ceros impronunciables que logran resguardo en países con leyes tan débiles como la autoridad moral de quienes practican el deporte del silencio a sueldo.
El poder, el metal, el silencio o los aplausos mudos, forman parte de la alquimia. Estos elementos son capaces de lograr que estos personajes, que antes de tomar el micrófono a penas y lograban llevar a casa un par de perros tuertos, ahora, son capaces de hazañas como la de recolectar 140 millones de pesos de los contribuyentes para las empresas de sus esposas, hijos y toda prole posible de firmar un acta constitutiva. Pregunten a López-Dóriga la receta. Aunque claro, el ingrediente secreto será siempre el silencio con el cobijo de una pantalla o la impunidad de una pluma
En general existen infinidad de maneras de aplaudir al poder, sobre todo, si logramos conquistar el arte de hacerlo sin emitir ruido alguno. El problema aparece después, generalmente en noches sudorosas o en enfrentamientos con la justicia. Pero de eso, ya nos hablarán los expertos.
Y me pregunto ¿Qué culpa tienen los aplausos?
Esa onerosa costumbre de guardar silencio tiene por consecuencia la penosa, pero muy practicada, crisis de la credibilidad. Por si a algún internauta aun le pareciera relevante. El problema con aquel aparentemente irrelevante suceso (el del descrédito) es que hablamos de quienes públicamente tienen la osadía de vender verdades. Y una verdad desacreditada, es a penas una opinión intrascendente.
Sobre las fronteras de la técnica y en una práctica aparentemente anómala (porque no lo es), más de trecientos comunicadores se enfilan para recibir al presidente Andrés Manuel López Obrador. “Te amamos”, gritan desde las primeras filas de la que ha sido, durante los últimos seis años, la tribuna más relevante del país. Y aquellos vendedores de silencio, es decir los callados, tardaron más en extender su disgusto ante aquel acto, que en reconocer su irrelevancia.
Por todos los canales esmirriados por la falta de apapachos donde los callados resguardan la última de sus tribunas, se les escuchó como nunca antes. Es decir, nadie les escuchó. De tal modo que los callados de hoy, aquellos seres quienes perdieron la capacidad del habla a cambio de unos pesos como Judas al pueblo cristiano, serán los arrepentidos del futuro.
Aplaudir estruendosamente con las manos podemos dejarlo, por ejemplo, para cuando algún personaje de nuestro cotidiano nos haga sonreír. No importa como se llame, ni dónde se siente.