El sexenio histórico del presidente Andrés Manuel López Obrador está tocando el umbral del su último tercio. Al final de su difícil administración, marcada por el curso de la pandemia del COVID-19 y por una inercia heredada de violencia e inseguridad, el tabasqueño da muestras, sin embargo, de que su popularidad tiene raíces mucho más profundas, prácticamente inexpugnables por la retórica desgastada de sus adversarios.
Los logros de lo que seguramente será el primero de una cadena de gobiernos progresistas en México durante el siglo XXI, podrían acumularse en una cuenta mermada por la resaca del neoliberalismo y por los efectos dilapidadores en materia social y económica de la contingencia sanitaria. Pese a ello, el primer y fundamental vuelco de la agenda pública del país ha sido el colocar en el centro al pueblo mexicano.
El llamado “humanismo mexicano”, bautizado así por López Obrador, está dejando como herencia de estos primeros cuatro años una serie de transformaciones que están redefiniendo la deontología del estado mexicano. Si bien es cierto es que los cambios introducidos por la Cuarta Transformación no han revertido la injusta distribución de la riqueza, ni la concentración de los ingresos; si se ha logrado que el debilitado aparato público que dejó la era neoliberal tenga como prioridad a los más pobres.
Siendo poco menos de dos años lo que resta al gobierno de López Obrador, es válido mirar atrás y hacer un balance que, de ser objetivo, debería tener como telón de fondo el proceso de deterioro que vivió el país durante las últimas tres décadas, así como la reducción de los márgenes de acción del estado mexicano para enfrentar esa crisis. Sin embargo, la esperanza que se sigue depositando en el presidente mejor evaluado de la historia reciente del país durante el segundo tercio de su gobierno, hace imperativo mirar hacia adelante antes que atrás.
La restauración de la democracia como patrimonio popular y del gobierno como instrumento social de transformación, servirán para que los próximos dos años y de cara al siguiente sexenio; se sigan construyendo los derroteros de un futuro mejor y más justo para las mayorías. El mayor reto consistirá en no diluir las diferencias con el pasado y en mantener distancia con sus emisarios y sus prácticas. La memoria histórica será el mejor aliado para este propósito.
Por ello es por lo que el llamado de regresar a las calles del pasado 27 de noviembre cobró pertinencia simbólica y de fondo. Aliento proveniente de días no muy lejanos en los que la rabia y la impotencia nos acicateaban a protestar; ahora el espacio público fue el abrevadero de la esperanza que nos seguirá empujando por los siguientes dos años y que nos mantendrá vigilantes para evitar retrocesos.
El reloj ya da el 20 para las 12 y la manecilla del horario se acerca vertiginosamente a la indicación de una nueva batalla por la dignidad, por la esperanza. Entre tanto, el paso de esta Historia, escrita y forjada por todos, sigue deslumbrando nuestros sentidos.