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  • 24 Apr 2025
  • 11:04
  • SPR Informa 6 min

CuerpAs bajo fuego

CuerpAs bajo fuego

Por Arlin Medrano

En un mundo donde ser mujer ya implica desde el primer minuto de vida la carga de resistir múltiples formas de violencias, entrar a la política es como cruzar un campo minado. No sólo se trata de ganar una elección, ocupar un espacio de representación que históricamente nos fue negado y tomar decisiones determinantes —esto sin olvidar las grillas que se viven en la llamada realpolitik—; se trata de sobrevivir a un sistema que se empeña en recordarnos que no deberiamos estar ahí. Desde nuestros cuerpos, nuestras voces y nuestras decisiones están bajo constante vigilancia, evaluación y castigo. La violencia contra nosotras en la política no siempre grita, pero siempre duele.

No es casual que cuando una de nosotras irrumpe en el espacio público, lo primero que se pone en tela de juicio no sea su agenda política, sino su apariencia física porque creen que por ser mujeres públicas somos producto de consumo público.

Se imponen estándares cada vez más inalcanzables precisamente para eso: para que no los alcancemos. Nos quieren delgadas porque así somos más débiles; nos quieren calladas, agradables a la vista, sonrientes, y desde la mirada patriarcal, nuestros cuerpos no pueden ser cíclicos ni hormonales, ni menstruantes, ni sensibles. 

La llegada de Claudia Sheinbaum a la presidencia ha sido un parteaguas no sólo para México, sino para el mundo. Si bien ya ha habido líderes femeninas a nivel global, ninguna desde la izquierda y la ciencia. Sin embargo, con su ascenso también se agudizan las exigencias sobre nosotras. Como ha señalado Naomi Wolf en El mito de la belleza, cuando las mujeres nos acercamos al poder, el patriarcado responde con nuevas formas de opresión: la vigilancia del cuerpo, la obsesión con la talla, la reducción de nuestra capacidad a lo que pesamos en una báscula. 

Y esto no abarca solo el machismo y la misoginia: se entretejen también el colonialismo, el clasismo, el racismo, el sexismo, el capacitismo y el eurocentrismo y todos los virus de la humanidad, ya que la hegemonía actúa como una herramienta de opresión para las mujeres racializadas. 

Esta presión estética no es superficial: es estructural. Como explica Judith Butler, el género y sus mandatos se construyen mediante la repetición de normas que parecen naturales, pero están profundamente politizadas. Las críticas a nuestros cuerpos no son inocentes; son actos que reafirman una estructura de exclusión y control, por eso su busqueda que tomemos menos espacios —simbólicos y literales—.

Y es aquí donde la derecha encuentra terreno fértil para operar. La derechización de los discursos ha transformado esta violencia en una estrategia sistemática. En México, la derecha está tan derrotada que recurre a su carta más baja: la violencia. 

No es novedad que odian a las mujeres; prefieren sabotear a sus propias candidatas antes que permitir que lleguen al poder. Lo vimos con Josefina Vázquez Mota, Margarita Zavala y recientemente con Xóchitl Gálvez. Lo más perverso es que muchas veces esta violencia se disfraza de sororidad, de crítica legítima, de libertad de expresión. A veces incluso de feminismo deslactosado, impulsado por mujeres de derecha defensoras del mismo sistema que las oprime.

Las redes sociales han acelerado y amplificado estas violencias. No sólo dictan los cuerpos deseables, hacen trending topic al respecto, han convertido la vigilancia sobre nosotras en un deporte digital. No porque no existiera antes, sino porque ahora se difunde con más fuerza. Lo que antes se murmuraba en pasillos hoy se viraliza en TikTok, se convierte en hilo de X, meme de Instagram. Como advierte Silvia Federici, “el cuerpo es un campo de batalla”, y sumaria: “y hoy ese campo está conectado a WiFi”. La lógica algorítmica favorece el escarnio, la reproducción del estigma, del castigo. Y en ese ciclo, nosotras somos las más afectadas.

Frente a esta ofensiva simbólica, urge radicalizar el análisis y politizar la defensa. La lucha no es por encajar en un sistema que históricamente nos ha violentado. Es transformarlo. Por eso, cuando una mujer indígena llega al Congreso, cuando una mujer trans irrumpe en la política sin pedir permiso, cuando una madre divorciada se sienta en la silla presidencial sin pedir disculpas, estamos presenciando algo más que representación: estamos presenciando subversión.

Aunque aún no existan legislaciones que nos protejan plenamente frente a esta violencia, podemos desmontar la idea de que para ser escuchadas debemos ser deseables, que para ser creíbles tenemos que parecernos a lo que el poder históricamente ha dictado como válido. Y, sobre todo, no podemos permitir que la derecha nos arrebate lo que hemos conquistado: el derecho a ser muchas, a ser diversas, a ser incómodas.

Porque nuestra voz no está sujeta al juicio del espejo. Está anclada en la historia de nuestras madres, nuestras hermanas, nuestras abuelas, nuestras compañeras. Cada espacio que tomamos lo hacemos con ellas a nuestro lado. Somos el orgullo de las que ya no están y motivación de las que vienen, y con dignificar eso, basta.