Foucault advirtió que los discursos construyen lo decible y lo visible; que no se trata solo de un conjunto de palabras vertidas al azar, sino de un sistema de saberes, poderes y, en consecuencia, violencias que configuran nuestra realidad. El discurso define lo que puede ser nombrado y lo que debe ocultarse. Bajo esa lógica, violencias estructurales como el trabajo infantil se institucionalizan en el silencio, se naturalizan en el hábito y se legitiman en la narrativa dominante. Desde ahí, el modelo económico capitalista no solo genera desigualdades: las normaliza, las reproduce y las disfraza de mérito y responsabilidad.
Es tarea del lenguaje, entonces, hacer aflorar lo que, por comodidad o conveniencia, ha sido mantenido oculto y barrido bajo la alfombra. Hacer emerger lo incómodo, lo más bajo y, a la vez, lo más persistente de la realidad. Se trata de poner al lenguaje como dispositivo para nombrar lo ínfimo, aquello que de ninguna manera merece gloria. Desde esa trinchera discursiva, con el lenguaje puesto al servicio de la denuncia y en búsqueda no de gloria, sino de verdad, se asume una posición frente al poder, que lejos de garantizar justicia, impone violencias igualmente profundas.
Hablar del trabajo infantil es hablar de un modelo económico estructural que transforma la necesidad en virtud y la carencia en responsabilidad. Cuando lo hacemos con términos disfrazados de inocencia y probidad, no hacemos más que naturalizar un fenómeno que despoja a la niñez de dignidad y la viste con la bata de lo aceptable, bajo un modelo de producción que privilegia la rentabilidad por encima de la vida humana.
Bajo esa tónica, el discurso capitalista erige una narrativa en la que la niñez trabaja por “necesidad” y oculta que lo hace por un Estado ausente y un modelo económico profundamente desigual.
El trabajo infantil tiene múltiples rostros: desde la labor agrícola hasta el comercio informal, desde el trabajo doméstico hasta las fábricas clandestinas. Según datos del ENTI (2022), en México el 13.1% de niñas, niños y adolescentes entre 5 y 17 años están incorporados en alguna forma de actividad laboral. En Michoacán, este porcentaje se eleva alarmantemente al 18.5%. Esto quiere decir que, con un pequeño margen de error estadístico, uno de cada cinco niños michoacanos trabaja. Y lo que es aún más grave: el 11.5% realiza actividades prohibidas por la ley, como trabajos peligrosos o que impiden su acceso a la educación.
Estamos ante una doble exclusión: la infancia pobre es despojada de su derecho al juego, al descanso, a la educación, y además es instrumentalizada como mano de obra barata, sin voz y sin agencia. Esta exclusión se normaliza mediante discursos profundamente arraigados en el imaginario popular: “mejor que trabaje a que delinca”, “así aprende el valor del esfuerzo”, “está ayudando a su familia”. Pero detrás de cada una de esas frases se esconde un sistema que precariza la existencia y criminaliza la pobreza.
Como advirtió Karl Marx en el siglo XIX, el trabajo infantil no es un accidente del capitalismo, sino un componente funcional de su lógica. Introducir a la niñez en el engranaje productivo no solo ha abaratado costos y garantizado obediencia: también ha presionado hacia abajo los salarios promedio de los adultos y ha favorecido la acumulación del capital. La infancia trabajadora se convirtió en una fuerza de trabajo sin derechos y en una palanca de un crecimiento económico sostenido en la injusticia y en el arrebato de la dignidad.
Este fenómeno nos obliga a mirarnos: a mirar nuestra organización social, nuestras prioridades, nuestras omisiones. Y, sobre todo, a dejar de ver a la infancia como futuro. Cada historia de éxito de un niño que “trabaja para salir adelante” es, en realidad, el testimonio de una violencia estructural. Una forma de expiar culpas y limpiar conciencias.
Recuperar la infancia implica cuidarla hoy, no prometerla para mañana. Decir que los niños son el futuro justifica el abandono en el presente. Se les promete, pero no se les cuida; se les admira, pero no se les protege. Cada historia de éxito, cada niño que “trabaja para salir adelante”, es también, desde otras miradas, una sentencia disfrazada, una narrativa que alivia culpas y barre solo por donde el ojo del espectador observa.
El poder y el discurso producen verdades, y a la par, silencios. Lo que no se dice de las infancias forma parte de una narrativa que determina qué vidas valen y cuáles no. La niñez no es un proyecto de futuro, sino una urgencia de dignidad hoy.