Definir a Morena no es sencillo, comenzando por la idea sostenida por la militancia de que es un “partido-movimiento”. Desde la institución electoral, es definitivamente un partido. Desde la génesis y el idealismo, es un movimiento, por eso se llama Movimiento de Regeneración Nacional.
Muchas impresiones surgen a partir de los acontecimientos de los días 30 y 31 de julio, con la elección de consejeros de Morena que, al calor de las circunstancias, pueden minar el esfuerzo de tantas personas que han construido del proyecto desde las múltiples trincheras del mismo, pero también se puede profundizar la reflexión y crear condiciones para salvar el proyecto. En toda crisis existen áreas de oportunidad.
Empecemos por una revisión teórica para entender el momento. Angelo Panebianco nos ofrece tres enfoques para entender a los partidos políticos; el primero de ellos es el partido de gobierno, nacido en el poder y controlador de las instituciones. Este tiene por ejemplo al PRI, por lo menos hasta su debacle del año 2000. Están los partidos de oposición, institucionalizados desde la periferia del poder, siendo contestatarios a este, pudiendo o no conquistar el poder. También están los partidos carismáticos, forjados alrededor de un caudillo. Morena es un claro ejemplo de estos dos últimos, porque nació en oposición a la oligarquía neoliberal, pero también fundado en un proyecto de nación que tiene la firma de Andrés Manuel López Obrador… y ya.
El futuro de Morena se juega en 2024, cuando AMLO decida retirarse de la vida política, como ya lo ha manifestado en reiteradas ocasiones. Para entonces, el partido-movimiento que conquistó la presidencia de México en 2018 y que seguramente la mantendrá en 2024, deberá tener más que definida su identidad y rumbo sin la sombra de su fundador, sin que eso signifique alejarse del obradorismo. Entonces, el primer desafío para Morena es definir si seguirá siendo un partido carismático, a riesgo de perderse si López Obrador decide desaparecer de la escena, o institucionalizarse y crear una burocracia partidista (en el sentido Weberiano, que significa crear estructuras organizacionales profesionales con procesos, metas y enfoque en resultados).
El otro desafío para Morena es definir el tipo de partido que quiere ser según su enfoque organizacional. Hasta ahora se ha dejado ver que no es un partido de cuadros, pues la realidad es que no existe una formación de los mismos, con todo y que cuenta con un instituto de formación política que está más centrado en la domesticación ideológica y no tanto en la formación de políticos profesionales, como si lo hacen el PRI o el PAN. También se ve lejos de adoptar el modelo del profesionalismo electoral en el que descansan el PVEM o MC, enfocado más en la mercadotecnia electoral para convertirse en partidos bisagra, con algunas conquistas en gobiernos locales pero alejados de poder competir por “la grande” (presidencia).
Quedan dos opciones, el partido de masas y el partido de militantes; el primero nacido de las luchas sociales, y el segundo, como intermedio entre los cuadros y las masas. En el mecanismo de elección abierta para consagrar a los nuevos consejeros, una buena cantidad de fundadores de Morena han dejado notar que el partido no es de militantes, pues muchos de ellos quedaron fuera de los espacios de decisión del partido que han fundado, para ser desplazados por cartuchos quemados de otros partidos que han hecho de la movilización electorera su modo de vida, sin embargo estas prácticas no acercan a Morena a ser un partido de masas, pues al menos hasta ahora no se ve que en esa intromisión de liderazgos territoriales advenedizos exista claridad de su identidad sectorial que justifique poner en sus manos el estandarte de la 4T.
Gramsci nos dejó claras las razones de las crisis como las que atraviesa el partido-movimiento que ha materializado la cuarta transformación de México; que mientras lo viejo está muriendo, lo nuevo no termina de nacer, y en el claroscuro surgen monstruos. Eso es lo que ha pasado en esta elección interna, se ha marcado por claroscuros donde se mezcla el ánimo de una transformación total del sistema y la utilización de viejas prácticas de un sistema partidista basado en el acarreo. Pero no todo está perdido, bien diría que las Bertolt Brech de las revoluciones se producen en los callejones sin salida. El triunfo del obradorismo en 2018 dio un giro de tuerca al sistema de partidos, minando las mayorías absolutas, incluido Morena entre los damnificados, pero también fomentando una mayor participación ciudadana, demostrada en el crecimiento de la afluencia en las consultas populares y ahora en la votación masiva, quizá la más grande para un partido político, congregando a más de dos millones y medio de personas, sin necesidad de echar mano de aparatos corporativos complejos como los que han sostenido al PRI, entiéndase las grandes centrales obreras, campesinas y populares.
La jornada de finales de julio ha convertido a un partido en el escenario donde conviven dos realidades que están en pugna, la participación ciudadana y el cacicazgo. Estoy seguro que lo primero vencerá a lo segundo, pero lograrlo toma tiempo y requiere de profesionalismo, lo cual implica también el poner fin a las grillas estériles, entiéndase el fuego amigo. En palabras del Maestro de las transformaciones, citado a menudo por el Presidente, una casa dividida no prevalece; si Morena no se asienta sobre un solo cimiento, estará destinado a desaparecer, igual que sus predecesores, no así el movimiento de transformación el cual no puede ser privatizado por el partidismo, pues pertenece al pueblo de México. Abrir el proceso de selección ya es un paso enorme, pese a ser muy arriesgado, ahora falta mejorar las reglas y afinar los objetivos a largo plazo.