La humanidad es su memoria. Sin la historia, somos un rastro de algo en algo, materia fugaz e insignificante, y es esa historia la que nos juzga; tal vez por eso, la memoria, junto con la verdad, son las siempre perseguidas, las siempre acalladas; las siempre acusadoras.
El inicio del Siglo XXI ha estado marcado por una palabra que de pronto tomó muchos significados, desde el extremismo religioso hasta el crimen organizado internacional, según conveniencia en la narrativa occidental, sobre todo estadounidense. ¿La palabra en cuestión? Terrorismo.
Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos, el mundo se enroló en una espiral de conflictos de nueva generación, volviendo difícil dilucidar el límite entre la amenaza a la seguridad y el intervencionismo de falsa bandera, y de un momento a otro, el terrorismo se convirtió en el enemigo común de todos los países “buenos”, y con ello comenzó la era de la lucha contra el “eje del mal” (como lo llamara George W. Bush), entiéndase, los contrarios a los intereses de Estados Unidos.
Poco duró la estabilidad del orden unipolar, ese que tan sólo una década atrás se erguía sobre los escombros del Muro de Berlín, anunciando la caída definitiva del “enemigo” comunista, consumada con la disolución de la URSS; había terminada por fin la Guerra Fría. Pese a ello, la unipolaridad parecía prevalecer, no por la bonanza del capitalismo globalista occidental, sino por la imposición de un expansionismo militarista a través de espacios geográficos claves en las líneas rojas de los intereses estadounidenses. El drama comenzó con los ataques de Estados Unidos sobre Afganistán y posteriormente Irak, acusando al primero de tener responsabilidad en los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York y el Pentágono, y la segunda, acusando la posesión de armas de destrucción masiva. Desde entonces, terrorismo y armas de destrucción masiva (particularmente atómicas) han sido la dupla argumentativa que sostiene el cuento de Estados Unidos como policía del mundo.
Pese a que, en efecto se han consolidado grupos terroristas a lo largo del globo terráqueo, sobre todo entre el mundo islámico, y que diferentes países, tanto alineados como no alineados con Estados Unidos, han producido armas nucleares, la realidad es que hasta ahora sólo Estados Unidos y sus aliados han echado mano de éstas como ventaja operativa en conflictos bélicos. Es por ello que, en el marco del 78 aniversario del ataque nuclear de Estados Unidos contra Japón, conviene hacer una revisión acerca de cómo nos han obligado a entender el belicismo en función del hemisferio.
Comencemos por recordar que los días 6 y 9 de agosto de 1945, los B-29 “Enola Gay” y “Bock’s Car” arrojaron sobre población civil las bombas de Uranio-235 “Little Boy” y Plutonio-239 “Fat Man”, sobre Hiroshima y Nagasaki, respectivamente. El gran invento de Oppenheimer, Böhr y Fermi, logró arrebatar la vida de más de alrededor de 100 mil personas y herir de por vida a otras muchas decenas de miles. La justificación para usar esta arma, pensada originalmente para contener a la amenaza nazi, fue poner fin definitivo a la guerra y la irracional resistencia del imperio japonés, pero también se pone en evidencia que el grado de destrucción sería un perfecto disuasor para otras potencias militares de la época, incluyendo a la hasta entonces aliada Unión Soviética.
Por extraño que parezca, de los horrendos crímenes de las II Guerra Mundial, la bomba atómica no parece ser el de mayor escándalo, si acaso producen fascinación. No es que no provoque terror, sino que la narrativa utilitarista le quita ese peso moral que sí tienen los campos de concentración, por ejemplo, perdiendo perspectiva de que en sí misma la guerra es terrorífica y obviando los efectos secundarios más allá de la ultimación inmediata de los pobladores, como la proliferación de enfermedades como la leucemia, las cataratas y el cáncer entre los sobrevivientes. No importa cuál sea el bando y el método, la guerra es la degeneración de la humanidad.
Frente a esta memoria y los argumentos que defienden las atrocidades en Japón, conviene preguntarse hasta dónde llega la concepción del terrorismo. Por supuesto, resultaría impensable catalogar el uso de estas armas de destrucción masiva como terrorismo por haberse usado en una guerra, pero de pronto salta al choque el propio concepto de terrorismo: la intimidación o coerción de poblaciones o gobiernos mediante la amenaza o la violencia. Esto puede resultar en muerte, lesiones graves o la toma de rehenes (OHCHR); atentados con materiales químicos, biológicos, radiactivos, nucleares y explosivos (Interpol).
La maquinaria mediática al servicio de la hegemonía se ha encargado de construir una narrativa sobre el terrorismo a partir de actos violentos que no coinciden con la cosmovisión del hegemón y se ha diluido el concepto según intereses; ya lo mismo da llamar terroristas a los extremistas islámicos que a los traficantes de drogas, incluso, tras el conflicto armado en Europa del Este, se ha vuelto un lugar común calificar como terrorismo algunas operaciones, sean del bando ruso, sean del bando ucraniano. Y es que, por definición, el terrorismo implica la violencia y la amenaza violenta, el impacto psicológico y el uso de civiles como blanco de ataque. Vaya, que la guerra (en cualquiera de sus múltiples dimensiones) también se vale del terrorismo, esto es, subyugar mediante el terror.
No obstante, la barbiezación de la violencia, esto es, imponer la estética occidental como parámetro de lo bueno y lo malo, oscureciendo las intenciones de los contrarios y tiñendo de rosa los intereses propios, ha facilitado la manipulación y el sometimiento de la capacidad de asombro e indignación. El gringo-ariómetro determina cuándo una operación es terrorismo y cuándo es legítima defensa, propia y del mundo. ¿Qué vuelve menos cruel a Truman con respecto a las purgas de Stalin o Hitler? Los números. ¿Qué hace más diabólico a Rusia respecto a Ucrania y la OTAN? La propaganda. La dignidad humana no califica.
Con la misma magnitud de Little Boy y Fat Man, el bombardeo propagandístico en la cinematográfica y los medios masivos de información impone una narrativa que purifica la violencia occidental y sataniza la violencia de los opuestos. Y aquí no vale justificar a uno u otro, violencia es violencia, expresiones de la degradación humana. Es justo a través de ese bombardeo mediático que el terrorismo se convirtió en la falsa bandera para justificar el expansionismo militarista yankee y abrirse un nuevo camino para el despojo en nombre de la libertad y la democracia, persiguiendo intereses políticos e ideológicos como lo hacen los grupos terroristas, sólo que éstos sin el aparato de estado.
Con la era del trumpismo, el mundo despertó a un nuevo nivel de temor de que cualquier loco un día considere activar por capricho el botón nuclear, y cada que escala un conflicto se mueve la manecilla del reloj del fin del mundo. A hoy, la narrativa es que algún opositor de la hegemonía occidental sea el loco que dispare la bomba atómica que desate la hecatombe global, pero hasta ahora sólo existe un criminal que lo ha hecho, no una, sino dos veces.
La paradoja; la mayor amenaza para el mundo es también su seguro de supervivencia. La garantía de destrucción, el miedo a la destrucción es lo que detiene la destrucción. Vivimos en una era de terror. Con todo y eso, no lo hemos llamado terrorismo… todavía.