Ya no sorprenden que entre los grupos afines al conservadurismo prevalezca un aborrecible aire clasista, pero causa una penosa curiosidad cómo ha florecido en ellos un contradictorio acomplejamiento, una especie de esclavismo voluntario.
¿Qué tan frágil puede ser la identidad de una persona como para pretender anclar su valor en las apariencias y las ficciones? Pues esa es la realidad del conservadurismo, y está tan embutido en su psique que no son capaces de notar lo indigno de su proceder, ya no solo hacia afuera, hacia quienes constantemente denuestan, sino que para si mismos la humillación ha alcanzado niveles sumamente grotescos.
La narrativa habitual de la derecha ha sido la de que el gobierno de la Cuarta Transformación es una dictadura y que el autoritarismo de Palacio Nacional atenta contra la libertad, siempre desde la robusta maquinaria mediática, nunca desde la clandestinidad. Bueno, ahora, desde esa misma libertad mediática han desplegado una melindrosa pleitesía a la corona británica; han llorado la muerte de la reina Isabel II como una gran pérdida para la humanidad entera y hasta la han llamado “la abuela de occidente”. Vamos, que albergan añoranzas del despotismo, eso que se supone temen que le ocurra al país.
Hacía falta un deceso en la realeza para poder contemplar en toda su penuria el grotesco fanatismo del conservadurismo, uno que ignora su propia historia, que desdeña el duro proceso de emancipación del país del que se sienten muy orgullosos la noche del 15 de septiembre, pero que “is the shit” el resto del año. Ese es el retrato del “Mex I Can”, mexicanos que no se identifican como mexicanos, o solo a veces, “paps”.
¿Qué pensarían aquellos combatientes que entregaron su vida para expulsar a la corona española y que derrocaron los dos intentos de imperialismo, si vieran a los aspiracionistas rendirle tantas reverencias a una anacrónica monarquía? Será acaso que en sus corazones existe una creencia genuina de que en otros tiempos ellos podrían sentarse a la mesa del virrey, sin darse cuenta que en realidad su posición de clase media se la deben a las luchas que se dieron desde abajo para poder establecer una república democrática.
El acomplejado aspiracionista que hoy llora la muerte de Isabel, es el mismo que un día se pone a cantar en el balcón de un exclusivo condominio “…de la sierra morena, cielito lindo, vienen bajando un par de ojitos negros…” y otro día se burla de las costumbres de los pueblos de piel morena y ojos oscuros, porque así es el whitexican, líquido y sin identidad, solo se deja llevar por el momento, pues su razón está cauterizada por la dictadura de la moda y el consumo. Para este personaje, los pueblos originarios no son ciudadanos, sino especies exóticas disponibles para las galerías compasivas de redes sociales, pero nada como personas cuyos derechos humanos merecen respeto.
Y si ya es escandaloso ver a los comunicadores y a sus seguidores adoptando una posición sumisa ante una corona que ni siquiera les gobierna, es todavía más penoso mirar cómo ex mandatarios electos democráticamente, presuman su devoción por la reina fenecida y hasta se jactan de haber estado en su palacio, uno que se construyó a punta de violencia y despojo. De la derecha tenían que ser.
¿Qué ocurre? Que pese a vivir en un régimen democrático, su alma está presa. La idea de superioridad con la que se conducen responde a esa cultura del clasismo que lastimó por siglos a nuestra nación, despojándola de sus bienes y empobreciendo por la fuerza a los hijos de esta tierra. Tan carente es su identidad que, en lugar de sentirse orgullosos de su origen, buscan parecerse al estereotipo colonial del perfecto blanco. No están cómodos con ser mexicanos porque para ellos es representa un tabú, se avergüenzan de su patria y de si mismos.
De poco o nada les ha servido a las cofradías del conservadurismo habitar en una nación donde hay libertad, pues su mente y corazón sigue estando colonizado. No son capaces de forjar una identidad en su patria porque menosprecian a su patria. Repelen los orígenes de nuestra nación porque están alienados. Son esclavos voluntarios de un reino inexistente. Son tan contradictorios que en casa se sienten amos, pero ante el extranjero se ponen de tapete.
Mientras más se esfuerzan por mostrarse superiores, más revelan lo débiles que son. Débiles en su pensar, en su hablar, en su actuar. Débiles en su identidad, construida con muros de estereotipos, cimentada en la arena del espejismo clasista. ¿Qué sería de ellos si un día perdieran los privilegios? ¡Ese es su temor! No tienen nada, todo lo que presumen es una mera ficción.
El proyecto de vida del club conservador no contiene trascendencia, simplemente ilusiones pasajeras. Por eso son esclavos voluntarios de la etiqueta, una ficción que ha colonizado sus aspiraciones, haciéndoles creer que acapara bienes es sinónimo de grandeza y despreciando la sabiduría y la libertad como las más grandes riquezas que una persona puede alcanzar.
Y mientras en Inglaterra se proclama ¡La reina ha muerto, Viva el rey! Y se deja de cantar “Dios salve a la reina” para ahora pedir que “Dios salve al rey”, de este lado no queda más que decir “Dios ten piedad” de esta generación conservadora, tan lejos de Dios, tan cerca de la Colonia.