“No hay nada nuevo debajo del sol”, reza el Eclesiastés, y respecto a Estados Unidos, tres cosas no son sorpresa, la nociva deificación de su feroz expansionismo, el profano culto al dinero y los desequilibrados huéspedes de la Oficina Oval; de este último, Donald Trump ha sido por mucho el más destacado de todos.
La carrera electoral por la sucesión presidencial fue, ante los ojos de todo ciudadano del mundo que goce de sentido común, un mero trámite. La desastrosa administración de Joe Biden, exhibido numerosas veces como mentalmente disminuido, le pavimentó el regreso a la Casa Blanca a otro muy semejante pero más carismático. La película parecería conocida, un refrito más de un bravucón inmobiliario jugando a la política al puro estilo de monopoly, con la salvedad de que el mundo cambió mucho desde que dejo de llamarse “Mr. President” aquel surrealista día del Asalto al Capitolio.
Dos situaciones han sido determinantes para el mundo en la nueva era Trump: la fallida campaña de los líderes occidentales para beneficiar a Kamala Harris y el nuevo gabinete trumpista, repleto de outsiders reaccionarios con ínfulas mesiánicas, todo esto en el punto álgido de un mundo fracturado, multipolar, donde la hegemonía estadounidense se ve amenazada.
Para todo el planeta, el arranque de gobierno bajo el manto de las bravuconadas, los disparates y hasta la megalomanía estaban presupuestados. De alguna forma, cada país estaría preparado para recibir una batería de mensajes hostiles como parte de la teatralidad del productor y protagonista de “El Aprendiz”. El nudo de la segunda temporada de El Aprendiz de la Casa Blanca está en que, como anticipó previo a su retorno, dejó de confiar en los políticos y en su lugar se rodeó de magnates tanto o más maniáticos que él, destacando sobre todos ellos el polémico Elon Musk. La asunción presidencial rompió el protocolo y se convirtió en un espectáculo de provocaciones muy al estilo fascista de las primeras décadas del Siglo XX. El mensaje fue claro, Estados Unidos contra el mundo.
Hasta aquí todo parecería terreno relativamente conocido, sin embargo, la retórica trumpista y las primeras acciones al frente del país que es segundo poseedor más grande de armas nucleares deja ver un cambio significativo en la visión del magnate presidente, y es que, aunque la doctrina expansionista es la misma desde la época decimonónica, la manera de expresarla ha tomado desprevenido al mundo.
No es gratuito que Trump retome el fanatismo de John O’Sullivan y cite el “Destino Manifiesto” como guía ideológica, sobre todo después del supuesto fallido intento de asesinato en Pensilvania, como no es accidental que acompañe sus discursos con evocaciones a la “recuperación de la religión”, a pesar de que sus conductas personales y sus políticas vayan en contra de los valores de la “religión pura y sin mácula” que abraza su supuesta afiliación religiosa (protestantismo), y es que, asumirse como enviado de Dios es un recurso muy efectivo para las campañas políticas en medio de una sociedad decadente, desesperada o amenazada, lo cual da lugar a los tormentosas guerras santas. Así, pues, la única diferencia entre el fanatismo político-religioso de los extremistas árabes y los extremistas gringos es el toque fashion que aporta la etiqueta del blanco privilegiado.
Todo este andamiaje de fanatismo, debacle y locura ha dado lugar a una nueva versión del expansionismo gringo, uno que se pasa la diplomacia por el Río Bravo y establece su política internacional en una mesa de juegos, apostando, pujando y cambiando las reglas a conveniencia. La nueva era Trump no reconoce soberanías, ni tratados, ni convenciones, ni siquiera el sentido común, simplemente entienden el mundo en la (i)lógica del “lo quiero, lo tengo” como fundamento de su oligarquía.
La nueva tónica expansionista del trumpismo hace a un lado la doctrina cultural del imperialismo yankee de Brzezinski, total, ¿A quién le importa la conquista cultural si lo puedes tomar por la fuerza? Y es en ese tenor que en apenas un mes Trump ha amenazado la integridad de la OTAN, de la cual es el principal miembro, con el dislate de tomar por la fuerza Groenlandia (de enorme interés geoestratégico por la riqueza mineral de la región, particularmente las tierras raras, y su proximidad a los hidrocarburos del ártico). De igual forma, las amenazas para tomar (como finalmente hizo) ventajas sustanciales sobre el Canal de Panamá en medio de la expansión geoeconómica de China en el continente americano.
La política exterior monopoly de Trump no se detiene ahí, sino que, entre guasa y amenaza, fastidia a Canadá con la ocurrencia de convertir al país de la hoja de maple en el “estado 51” de los Estados Unidos y, junto con México, presiona con su anti política arancelaria que desobedece el T-MEC que él mismo impulsó, repartiendo entre sus socios comerciales las culpas de la debacle productiva de Estados Unidos, víctima de su propia transmutación hacia una economía de consumo. Aunado a esto, las provocaciones hacia México, pretendiendo cambiar de un plumazo la geografía, llamando “Golfo de América” al Golfo de México”.
Sin embargo, las posiciones más peligrosas en el nuevo juego trumpista están unos kilómetros más allá del Atlántico, ahí donde la diplomacia de magnate está cruzando líneas rojas severamente delicadas que podrían conducir al mundo a una verdadera hecatombe.
Una idea recurrente entre la opinión pública es que Trump es el presidente más pacifista de la era actual estadounidense, pues “nunca ha declarado una guerra”, es más, “está procurando terminar con la guerra”, esto es, con el empantanado conflicto armado entre Rusia y la OTAN a través de Ucrania. Las conversaciones entre Washington y Moscú resultarían esperanzadoras de no ser porque en la mesa de negociación no aparece un tercer (si no es que primero de facto) interesado: Europa. La propuesta de poner fin a la guerra dejando que Rusia se quede con los territorios ocupados es una salida fácil en el tablero de juego de mesa, pero no en el geopolítico, habiendo tantos intereses y tantas armas disponibles para conseguirlos. Negociar con Rusia sin Europa no significa el fin de la guerra, es la escalada en la guerra, pues la posición en que queda Zelenski no es para nada gratificante dentro de Ucrania, lo cual podría motivar una última huida hacia adelante vulnerando la integridad territorial de Rusia y el Donbás, volviendo a donde inició el conflicto. De la misma manera, la exclusión de Europa podría motivar la incorporación urgente de Ucrania al paraguas del viejo continente (lo que se supone habrían de evitar para mantener la tensa paz) y abrir una confrontación directa entre la nueva OTAN sin EEUU, y Rusia. La locura privatizadora del nuevo expansionismo yankee se hace notar en la otra cara de la negociación: salvarle el pellejo a Zelenski y terminar la desastrosa guerra a cambio de la explotación de las tierras raras dentro del territorio ucraniano. Un despojo a todas luces.
Pero el más escandaloso de los aires del expansionismo trumpista está en Gaza. El pretexto de reconstruir una Gaza totalmente destruida por la intervención militar israelí en este territorio palestino, primeramente, exacerba la crisis de derechos humanos que se vive en la región, donde, so pretexto de acabar con una milicia terrorista, se han asesinado al menos a 70 mil personas, de las cuales 6 de cada 10 son niños, mujeres y ancianos, y ha desplazado prácticamente al total de la población de la Franja, privando a casi dos millones de personas del acceso a la alimentación, la salud, la educación, agua potable y vivienda. Y estando privados de estos servicios elementales, el desvarío trumpista motiva a profundizar el desplazamiento para crear su “rivera de Oriente Medio”, que no es otra cosa que un desarrollo inmobiliario, negocio al cual se dedica. Encima, el presidente más hostil para con el fenómeno migrante, estaría provocando una migración forzada hacia los países vecinos. ¡De locos!
Aunque el dislate de la rivera de Oriente Medio es prácticamente improbable, el repudio no se ha hecho esperar, tanto por Occidente y el Sur Global, como por el mundo Árabe. De este último habría que tomarse muy en serio el rechazo al desatino trumpista, con especial atención en aquellos países que, por mantener las relaciones amigables con Estados Unidos, se han mesurado en torno al desastre humanitario en Gaza. No obstante, la región es sumamente inestable y a la mínima provocación se podría desencadenar una escalada que rebase los límites regionales.
El primer mes de la nueva era Trump desnuda a un presidente pacifista que está dispuesto a provocar la guerra, un presidente cristiano que vendería a Cristo a cambio de poder y dinero, un presidente anti migrante capaz de provocar olas de migración forzada, un presidente que en su mesiánica misión de “hacer grande a Estados Unidos otra vez”, es capaz de acelerar su debacle.
Y aunque la versión 2.0 de Trump parece nueva, no hay nada nuevo bajo el sol. El mesianismo al margen de la teología y el colonialismo al margen del derecho internacional ya fue conocido en la primera mitad del Siglo XX; aquel destino manifiesto se llamaba III Reich, hoy se llama “Make America Great Again”, y hoy pretende privatizar al mundo.