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  • 06 Feb 2025
  • 13:02
  • SPR Informa 6 min

La tauromaquia y el minotauro

La tauromaquia y el minotauro

Por Rodrigo de la Vega Urrutia

En principio, para hablar del tema de la tauromaquia, no partamos de un marco esencialista, sino materialista; según este entender, los procesos materiales guiados por el trabajo humano son los que van definiendo estructuras, incluso biológicas o fisiológicas: el toro, al igual que la vaca, son vástagos de un largo proceso de domesticación que tiene al menos unos doce mil años. El toro, la vaca, no serían sin el proceso histórico humano, lo mismo que el perro, el gato y tantos otros que han dejado de ser bestias para acompañarnos en el campo de lo doméstico. Desde esta perspectiva resulta incompleto, o incorrecto, hablar de la tauromaquia en términos de un rito en el cual se enfrenta el humano con la naturaleza; no sé qué sea, como tal, la naturaleza -al menos no sin caer en esencialismos. Sabemos de la muerte y del dolor que impera como fatalidad al final del camino que cada uno ha de recorrer: pero esa fatalidad es en cada caso, mía, tuya, de otro. No es algo a lo que nos enfrentemos. Es algo que portamos: todo recién nacido es ya lo suficientemente viejo para morir, dijo Heidegger con acierto al hablar del tema. 

De acuerdo con esto, lo que vemos en la tauromaquia es en realidad el enfrentamiento de lo humano con “el hombre”: muy particularmente, en este tiempo, con la conflictiva noción de masculinidad, atada a la agresión, a la inclinación por la crueldad antes que algo parezca demasiado amable, delicado, sutil: no podemos dejar pasar ningún tipo de danza -o bello movimiento entre el cuerpo y la bestia, mediado por el capote- sin aprovechar para coger o matar, penetrar, chingar. Todo lo demás es vano, todo lo demás no es lo suficientemente “hombre”, y en el marco de esta masculinidad podemos ser todo, menos cobardes.

Y ese marco de valoración parece históricamente rebasado. 

Alguna vez me pregunté por la belleza: eran tiempos oscuros para mi persona y me costaba trabajo hallarla. Y aprendí a verla en las líneas rectas, en los trazos de superficies planas que nos rodean, que hacen cómoda nuestra existencia. La irregularidad de las formas agrestes ha sido vencida por el trabajo humano que plancha toda superficie y la vuelve lisa, limpia a la vista, regular, ordenada. 

Me levanto por la mañana y pongo mis pies sobre suelo liso, calzo y caminando salgo de mi casa, pero sigo en mi hogar humano porque el suelo me sigue recibiendo liso cada pisada hasta que me subo al camión que transita por avenidas lineares, planas, adecuadas para sus neumáticos… y así hasta que andando llego a mi escritorio y mi mullida silla, en el cuarto alfombrado desde donde sentado me gano la vida, leyendo y escribiendo, conectado al mundo a través de un entramado sublime de mecanismos y sistemas imbricados que en cada caso está conformado por procesos, en su gran mayoría, lineares. 

Me siento cómodo en el mundo. Es mi hogar. Sin embargo, en el conjunto de relaciones desde el cual ese mundo se reproduce, prevalece el dolor. Es necio negar la existencia del dolor, pero es cruel afirmar el dolor como forma primigenia, fundamental, de nuestra existencia. Opto por el placer y sus formas, porque en el fondo sé, cómo trabajador que soy, que las líneas que tendemos con nuestro esfuerzo son para abrigar algo valioso, lo que quiera que eso sea, no para exhibirlo desnudo a la intemperie. 

El trabajo como proceso histórico tiene una progresión que tiende al descanso, a la satisfacción, y desde hace tiempo ya tenemos en nuestro cofre al vellocino de oro, por más que queramos seguirnos pensando inmersos en una cruel odisea. Vencimos; al mundo, a la bestia, a Asterión el minotauro. La historia es nuestra. Podemos ahorrarnos ya la crueldad, que no es contra otro sino contra la extensión misma de nuestra obra, contra nuestro propio cuerpo social, contra nuestro entorno que en cada línea recta nos refleja.

Espero que estas palabras te encuentren con bien.