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  • hace 8 horas
  • 20:12
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La línea chueca

La línea chueca

Por Juan Javier Córdova

¿Fue necesario doblar la esquina? Tal vez no, pero ahí está: la página marcada, la línea trazada sin precisión, de hecho, nada precisa; hecha al vuelo. No es mi método ni orden; quizá no sea ni el uno ni el otro. Es una forma de evitar que se nos escape, de detenerlo, de pedir que no se vaya, como si el instante contuviera a la frase, como si tuviera que quedarse cerca por si un día la necesitamos, por si en el futuro vuelve a tener sentido, por si el futuro llega así, con esa forma, o por si ni siquiera llega y aun así queremos que quede algo de nosotros ahí, en ese preciso lugar.

Con el tiempo, esas marcas dicen más de lo que son, porque al volver a encontrarlas, aparece una escena completa traída a la luz por nuestra memoria. Una escena que estaba en los recuerdos profundos y hoy es la noche de su función: el ruido alrededor, el movimiento del cuerpo, la prisa o el silencio. Una línea chueca me recuerda cómo se leyó, dónde estaba cuando sentí que eso no podía pasar de largo. Y a veces pasa algo extraño: ya no recordamos por qué subrayamos, pero reconocemos el momento. La marca funciona como una pequeña prueba de que estuvimos ahí, pensando eso, sintiendo eso, interiorizando.

La lectura ocurre a través de la vista y del pensamiento, sí, pero también en el cuerpo, en las manos, en una memoria que reconoce huellas, marcas y sensaciones antes que ideas. Pienso en el cilicio como un instrumento radicalmente sensorial: una presencia física constante que no permite olvidar, que mantiene la atención anclada en el cuerpo mientras lo espiritual ocurre en otro plano, sin comodidad, pero lleno de conciencia. El cuerpo recuerda para que la mente evite distraerse.

Y también pienso en el rosario, que aparece después como otra forma de ese mismo principio. Ya no es el dolor, ni la herida que deja el cilicio, sino el ritmo y el roce. Mientras se reza, los dedos avanzan, oración por oración, cuenta por cuenta y el pensamiento se sostiene en esa acción recurrente. Lo que entra por la palabra necesita del cuerpo para no diluirse, por eso es que la oración, mientras se repite, se piensa y se siente.

Leer es un acto muy parecido a los efectos del cilicio o del rosario. Lo que entra por nuestra vista y se interpreta en el pensamiento también busca una forma de quedarse de manera física. El papel, su textura, el aroma, el doblez de una página, el subrayado funcionan como anclas del pensamiento; como si la mente sola no bastara y necesitáramos del cuerpo para que esa idea no se nos escape.

Por esta razón hay palabras que resuenan, que recordamos en el momento menos esperado no por haberlas comprendido; quizá porque las tocamos, doblamos y subrayamos. Porque en ese acto físico se produjo algo más que lectura: una forma de presencia, de atención, casi de recogimiento, que deja huella, como la oración deja marca en el cuerpo y en la memoria.

Pienso en esto porque hoy buena parte del encuentro con la lectura ocurre a través de pantallas. La tableta y el lector digital kíndol se volvieron una forma cotidiana de acercarse a los textos: todo está disponible, siempre igual, muy ordenado. Eso evidentemente, y lo celebro, amplió el acceso a la lectura, pero algo se adelgaza cuando ya no queda rastro del cuerpo que leyó, del instante en que una frase quiso ser detenida, de la torpeza de la mano que subrayó porque no había tiempo de hacerlo “bien”.

Umberto Eco hablaba del libro como memoria vegetal, y lo decía sin pretenciones de adorno, y por el contrario, con mucha precisión. Palabras fijadas en fibras vivas, en hojas que alguna vez fueron árbol, y que por eso mismo cargan algo más que contenido: cargan marcas, dobleces, manchas, el rastro del cuerpo que estuvo ahí. Para Eco, ese soporte no está superado porque su memoria no depende de una batería ni de una actualización; no necesita permiso de una pantalla para seguir existiendo. Ahí se queda, como se quedan también nuestras señales, esperando a que volvamos.

Y de pronto la pregunta aparece sola, sin aviso. Qué pasa cuando la lectura se siente en el cuerpo, cuando hay peso, roce, una presencia que acompaña a la frase. A diferencia del cilicio, que deja una huella que lastima para obligar a la conciencia, aquí la sensibilidad física aporta otra cosa: calma, atención, una forma de cuidado. El cuerpo no interrumpe la lectura, la sostiene. Marca un ritmo, da tiempo, permite quedarse. La mano que toca el papel, que dobla una esquina, que subraya sin precisión, no hiere: acompaña. Ayuda a que la idea se asiente, a que el pensamiento encuentre un lugar donde quedarse.

Tal vez no se trata de elegir entre una forma y otra de leer. Las pantallas están ahí, y cumplen su función. Acompañan, acercan, facilitan. Pero el libro físico ofrece otra experiencia, una distinta, más lenta, más encarnada. Invita a detenerse, a volver a sentir el texto como algo que ocupa espacio, que pesa, que guarda rastros. No exige nada: se deja abrir, tocar, marcar.

Volver al libro como objeto puede ser una forma de recuperar una experiencia completa y permitir que la lectura vuelva a pasar por el cuerpo, por los sentidos, por la memoria. De reencontrarse con esa relación íntima en la que una frase no sólo se entiende, sino que se queda. Como una memoria vegetal que no compite con la tecnología, sino que nos recuerda, con paciencia, otra manera de estar con las palabras.