Los feminismos han sido, históricamente, una fuerza revolucionaria que desafía las estructuras de poder. En tiempos de ascenso del fascismo y del neoliberalismo más brutal, su papel se vuelve aún más crucial. Como advertía Simone de Beauvoir: "Basta una crisis política, económica o religiosa para que los derechos de las mujeres sean cuestionados". Hoy, esa crisis ha tomado la forma de una ofensiva global de la ultraderecha, que busca reinstalar un orden patriarcal, racista y capitalista que oprime a mujeres, niñas y diversidades.
Sin embargo, el fascismo no siempre se presenta con símbolos evidentes ni con discursos explícitos de odio. A veces, se disfraza de morado, se viraliza en videos de TikTok que romantizan a mujeres asumiendo la sumisión como única misión de vida o se camufla dentro de marchas y discursos que se dicen feministas. Porque sí, las agresoras también marchan y exigen respeto en nombre de una sororidad vacía que ignora la violencia que reproducen.
La tibieza es cómplice. La cooptación del movimiento por sectores que buscan su neutralización es una de las mayores amenazas actuales. La desesperanza alimenta a las derechas, y el feminismo deslactosado, el que posa para la foto pero evade la confrontación real, es funcional a quienes desean mantener el statu quo. No es casualidad que grandes capitales, partidos políticos e instituciones históricamente de derecha adopten ahora una retórica feminista sin comprometerse con la transformación social.
Porque hay que decirlo claro: la derecha odia a las mujeres. En México lo hemos visto una y otra vez. Los partidos que hoy son oposición han boicoteado a sus propias candidatas, han instrumentalizado a mujeres como figuras decorativas y las han abandonado cuando ya no les son útiles. No olvidemos los casos de Margarita Zavala, Josefina Vázquez Mota y, más recientemente, Xóchitl Gálvez, quienes no solo fueron humilladas dentro de sus propios partidos, sino que también fueron controladas, utilizadas y finalmente descartadas, incluso cuando jamás representaron una amenaza real para el patriarcado.
Desde la izquierda, en cambio, hemos visto la llegada de Secretarias de Gobernación, la primera Secretaria de la Mujer, el mayor número de Gobernadoras en la historia, próximanente la paridad en Poder Judicial y la llegada de la primera mujer presidenta de México, una mujer que carga con un doble reto: ser mujer y ser de izquierda. Su sola existencia en el poder representa un desafío a las estructuras dominantes.
Por eso, los feminismos no estan aislados de las demás luchas sociales. Deben entender que las mujeres no son una categoría homogénea y que su lucha está intrínsecamente ligada a la lucha de clases. No es lo mismo el feminismo de las elites, que han encontrado en la causa una bandera para fortalecer sus propios privilegios, que el feminismo de las obreras, jornaleras, madres solteras, indígenas y racializadas, quienes luchan por sobrevivir en un sistema que las explota y margina.
El avance de la ultraderecha en el mundo demuestra que el patriarcado, al igual que el capitalismo, se refuerza cuando siente su poder amenazado. No es casualidad que los discursos que demonizan al feminismo o que hablan de la "ideología de género" como un enemigo sean promovidos por quienes buscan mantener intacto el orden neoliberal y patriarcal. Pero el patriarcado también muta y aprende: usa el discurso feminista para vaciarlo de contenido y convertirlo en una herramienta de legitimación del statu quo.
La historia ha demostrado que los derechos de las mujeres nunca han sido una concesión del poder, sino el resultado de la organización y la lucha. Exigamos desde el reconocimiento de los avances.
Como dijo Emma Goldman: "Si no puedo bailar, no es mi revolución". Y los feminismos tienen claro que la revolución social será feminista o no será.