La crisis de consumo de opioides sintéticos en Estados Unidos es una realidad irrefutable. Su origen o causas, no lo son tanto. Por ejemplo, recientemente el presidente de nuestra nación vecina, Donald Trump expresó su intención de ir tras los asociados políticos de los cárteles, señalando que existen figuras políticas en México que han protegido a los grupos criminales. Si bien es cierto que casos como el de Genaro García Luna fungen como ejemplo para el mandatario estadounidense, la realidad es mucho más compleja y, en definitiva, es un fenómeno que ocurre en ambas naciones.
Para muestra de lo anterior basta con poner atención en el sistema penitenciario de Estados Unidos. Pues la alarmante y actual crisis de sobredosis en las prisiones y cárceles de Estados Unidos no puede ser ignorada. A medida que las cifras de muertes por intoxicación se disparan, revelan una realidad sombría: la manera en que el sistema penitenciario aborda el consumo de sustancias es inadecuada y, en muchos casos, letal. También revelan la relación de funcionarios estadounidenses con cárteles en aquel país que han logrado burlar los filtros de seguridad y sostener una red de tráfico y consumo dentro de las prisiones.
Los datos son claros: entre 2001 y 2018, las muertes por sobredosis en cárceles estatales de Estados Unidos aumentaron más de un 600%. Este incremento, especialmente en un contexto donde las muertes por sobredosis en la población general también alcanzan niveles históricos, subraya una problemática interconectada que requiere atención inmediata. Las prisiones, lejos de ser lugares de rehabilitación, se han convertido en entornos donde el acceso a las drogas es alarmantemente fácil (quizás más fácil que en México) y donde el tratamiento para la adicción brilla por su ausencia.
El consumo de drogas dentro de las prisiones no es un fenómeno aislado; es un síntoma de un sistema que, en lugar de ofrecer soluciones, perpetúa el sufrimiento. Las condiciones de hacinamiento, el aislamiento social y la falta de atención a la salud mental alimentan la automedicación. Como señala Leo Beletsky, no sorprende que la demanda de drogas sea alta en estos entornos. Los internos, en su mayoría, se sienten atrapados en un ciclo de desesperación y enfermedad, sin el apoyo necesario para abordar sus problemas de adicción.
Aun más preocupante es el hecho de que, a pesar de la gravedad de la situación, las autoridades parecen más interesadas en controlar que en curar. El hecho de que el contrabando de drogas continúe a pesar de las restricciones de visitas y de los intentos de control sugiere que hay una falla estructural en el sistema. ¿Cómo es posible que, a pesar de la supresión de visitas, las drogas sigan fluyendo a las prisiones? La respuesta podría estar en un personal que, en muchos casos, no está lo suficientemente capacitado o motivado para garantizar la seguridad y el bienestar de los internos.
Las muertes por sobredosis en prisión no son solo estadísticas; son vidas perdidas en un sistema que ha fracasado en ofrecer alternativas viables al encarcelamiento. Es urgente que el debate sobre la reforma del sistema penitenciario incluya un enfoque en la salud pública y la adicción y dejar de lado la política discriminatoria donde los problemas se resuelven culpando a un país externo. En lugar de criminalizar a quienes luchan contra la adicción, necesitamos proporcionar un tratamiento efectivo y compasivo.
Como sociedad, debemos preguntarnos: ¿A qué está jugando Donald Trump? ¿Realmente le preocupa el consumo de drogas? ¿Qué tipo de justicia queremos en un contexto donde el país con más armas miente deliberadamente? La crisis de sobredosis en las prisiones es una llamada a la acción pero no una para derribar las relaciones bilaterales. No podemos seguir ignorando el dolor de las personas que fueron expuestas a estos químicos y la respuesta a este problema, definitivamente no son los aranceles.