Si algún proceso político despierta el morbo, las especulaciones, el interés, la ambición y hasta los temores de los mexicanos es el de la sucesión presidencial.
Y no es para menos. La guerra civil mexicana más sangrienta inició con la publicación del libro titulado precisamente La Sucesión Presidencial, escrito en 1909 por el próspero empresario coahuilense Francisco I. Madero.
Fue el joven privilegiado Madero y no un líder rebelde pobre, agrario o intelectual, quien convocó a derrotar al dictador más poderoso en la historia del país, utilizando la misma frase que Porfirio Díaz utilizó contra el gobierno liberal de Benito Juárez y el de Sebastián Lerdo de Tejada: sufragio efectivo, no reelección.
El magnicidio de Álvaro Obregón, el 17 de julio de 1928, provocó la urgente necesidad de las distintas facciones revolucionarias triunfantes para crear una “fórmula política” para frenar las continuas guerras intentonas y asonadas militares.
Plutarco Elías Calles decidió no permanecer en el poder de manera directa e ideó la creación del primer gran “partido revolucionario” que juntó a todas las facciones armadas para evitar que la sucesión se resolviera mediante las armas y el magnicidio.
Elías Calles creó así el PNR y él se convirtió en el Jefe Máximo de toda la “familia revolucionaria”. Con su venia y de manera antidemocrática desfilaron los tres presidentes de la República en el periodo del maximato hasta que el general Lázaro Cárdenas decidió concentrar en la presidencia de la República todo el poder durante seis años y crear otro partido gubernamental: el PRM.
Cárdenas envió al exilio a Plutarco Elías Calles y evitó la tentación de convertirse en un nuevo Jefe Máximo. Desde el final de su gobierno, en 1940, hasta el año 2000, el presidente de la República en turno concentró todo el poder y todos los hilos para definir a su propio sucesor en procesos que se volvieron traumáticos, sobre todo, en los últimos 50 años.
La lucha por la sucesión presidencial provocó guerras soterradas, traiciones, y fracturas en el PRI, prácticamente desde su creación en 1946 hasta su derrota definitiva en la presidencia en 2018.
La gran fractura reciente del PRI ocurrió en 1987, en vísperas de la sucesión del presidente Miguel de la Madrid. La creación de la Corriente Democrática del PRI, encabezada por Porfirio Muñoz Ledo, Cuauhtémoc Cárdenas e Ifigenia Martínez, fue el golpe más fuerte a la disciplina interna del PRI, y un golpe al corazón del presidencialismo.
Carlos Salinas de Gortari soñó con tener el pleno control de su propia sucesión. Jugó con el engaño. Sometió al priismo histórico. Quiso imponer a una nueva generación de políticos. Se sintió el Jefe Máximo contemporáneo.
Pero finalmente la sucesión salinista fue la más dura, sangrienta y traumática del país. En noviembre de 1993 su amigo y regente de la Ciudad de México, Manuel Camacho Solís, renunció al gabinete en protesta por la selección de Luis Donaldo Colosio, como candidato priista. El famoso “grupo compacto” salinista hizo agua.
En 1994, hace ya tres décadas, ocurrieron todas las tragedias derivadas de la falta de democracia, del exceso de criminalidad en el salinismo y de la desigualdad del nuevo modelo neoliberal: irrumpió el EZLN, la primera guerrilla posmoderna, el 1 de enero de ese año; Luis Donaldo Colosio fue asesinado a plena luz del día el 23 de marzo; los grupos priistas se le rebelaron a Salinas ante la imposición de un segundo sucesor, Ernesto Zedillo, y su venganza fue adjudicarle a él el crimen de Colosio.
Por si fuera poco, 1994 terminó con la peor devaluación del peso mexicano en décadas y una caída abrupta de la economía. “Presidente que devalúa, se devalúa” fue el aforismo más mencionado desde que José López Portillo terminó su sexenio en 1982 con el peor descrédito. Sólo superado por Salinas.
Su sucesor, Ernesto Zedillo, lo mandó al exilio, impuso un modelo tecnocrático a rajatabla y la falta de sensibilidad social y el exceso de antidemocracia de su sexenio provocó la primera derrota del PRI en la sucesión presidencial del 2000.
Los sexenios de Vicente Fox y de Felipe Calderón perdieron el control de su propia sucesión. Fox quiso imponer a su esposa Martha Sahagún, un exceso que provocó la ruptura de los panistas y el descrédito para el ex gerente de la Coca-Cola, y buscó desaforar al principal adversario de la oposición: Andrés Manuel López Obrador, en complicidad con los priistas y el poder económico.
La sucesión de Fox en 2006 fue la peor traición a la democracia, desde la Decena Trágica contra Madero. Se impuso el fraude. Se desató la “guerra sucia” mediática y se polarizó al país. El desencanto se impuso.
Felipe Calderón terminó por regresarle el poder presidencial al PRI, a cambio de fracturar a su propio partido y convertir al PAN en un aparato de poder más torpe que el PRI. La sucesión presidencial de 2012 estaba escrita desde años antes, cuando los poderes mediático, empresarial y político decidieron llevar a Los Pinos a un joven inexperto, frívolo y sin experiencia: Enrique Peña Nieto.
La sucesión presidencial de 2018 fue la primera que modificó la ecuación del dedazo y la imposición del candidato oficial en las urnas. La victoria de Andrés Manuel López Obrador fue a pesar de los poderes fácticos, empresariales y políticos. Constituyó el final de una era presidencialista y priista y el inicio de otra muy diferente a los periodos anteriores.
Ahora estamos en pleno proceso de sucesión presidencial del propio López Obrador. Por primera vez, en décadas, este proceso inició dos años antes de 2024 y en lugar de debilitar al presidente en turno, lo ha fortalecido.
López Obrador decidió abrir el juego democrático de sus propios colaboradores, rompió con la tradición del tapado y está a punto de mandar al baúl de la historia el ritual del dedazo, a pesar de que algunos contendientes cayeron en la tentación del madruguete.
La clave de este nuevo modelo de sucesión presidencial fue la decisión de López Obrador de terminar con el control de los personajes para privilegiar el control de los tiempos, del ritmo y de las nuevas reglas al interior del partido gobernante.
Se trata de un cambio cualitativo fundamental. Política es tiempo. Y la sucesión presidencial es tiempo y procesos democráticos novedosos. Evidentemente López Obrador concentra en estos momentos el mayor poder social, político y mediático en la historia reciente, pero no ha caído en la tentación de imponer su voluntad simulando un juego democrático (a la usanza de Luis Echeverría y de Carlos Salinas).
Hasta el momento, se ha logrado conjurar una gran fractura en el bloque de Morena y se prevé una contienda interna muy intensa entre los principales aspirantes a la candidatura presidencial.
Sin embargo, la incertidumbre política no ha afectado a la economía ni a la cohesión social. Quizá porque, por primera vez, un presidente de la República está apostando por la madurez de los propios ciudadanos para garantizar la continuidad de un proyecto de transformación radical y no la permanencia de complicidades y de un pacto de corrupción.