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  • hace 3 días
  • 15:11
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¿Y el reloj?

¿Y el reloj?

Por Milo Montiel Romo

Es probable que lo haya dejado por aquí, la verdad es que no estoy seguro dónde la fue la última vez que lo vi. Recuerdo que entré a la recámara y me quedé petrificado unos segundos por el frio. Recorrí la habitación hasta encontrar el control remoto. Di un paso hacia la cama, estiré el brazo y sin doblar las rodillas lo tomé. Con él en mano apunté al televisor, presioné el botón de encendido y di la espalda a la pantalla. 

No había demasiado a dónde ir. El cuarto era muy pequeño. Su cama matrimonial y los dos pequeños burós verdes ocupaban casi todo el espacio. La distancia de los pies de la cama a la pared era apenas un pequeño paso, y suspendida de la pared, una pantalla.

En una esquina había un pequeño perchero y una tabla bajo de la única ventana fingía ser una mesa sin silla. No había necesidad de prender la luz, pues esta se colaba por el vidrio límpido, iluminando el inmaculado espacio. 

Me quité la chamarra de piel y la lancé a la cama, al tiempo que hacía lo mismo con el control. Tomé el reloj y lo dejé cuidadosamente en el buró que me tocaba lascivamente la pierna. Volteé alrededor y encontré una segunda puerta. Supuse que era el baño, fui para allá y entré.

Inspeccioné rápidamente el pequeño baño. Un metro de ancho y unos dos metros de profundidad verde. Mosaicos, lavabo, inodoro, todo con un verde que daba calosfríos. Al fondo una regadera que salía de la pared impúdicamente, sin cancel o cortina, estaba ahí, como mal puesta. Me miré en el espejito sobre el lavamanos, pasé mis dedos por el cabello para abortarlo un poco y salí. 

Regresé a la habitación. Era la misma, con su papel tapiz verde. La tele seguía prendida. El helado medio día se colaba por la ventana. Tomé nuevamente mi chamarra, me la puse automáticamente y salí. Cerré la puerta.

Una vez fuera, el pasillo de casa se extendía a izquierda y derecha con su piso de madera. Enfrente la puerta donde siempre ha estado la recamara de Martha. 

Me quedé con la sensación de que algo faltaba. Sólo veía la pared blanca y una ventanita que dejaba entrar la luz nocturna del cubo de la escalera.

Sólo tardé un instante darme cuenta de la ausencia de mi reloj y girar sobre mi eje para quedar nuevamente frente a la puerta y abrirla. Entré.

La habitación era un cuartucho de varillas de madera. En medio, el fogón daba una sensación de calor y en un costado una hamaca sin movimiento colgaba plácidamente. La arena cedía un poco ante mi peso, dándome la sensación de hundirme un poco.

Avancé. Una mesa y un par de sillas me miraban incrédulas. Avancé. no había nada, salvo un par de morrales colgados de las paredes. Del otro lado de un cuarto donde la luz de la luna se colaba por cada orificio que había entre vara y vara, había una puerta sin puerta, sólo con una sábana sujetada por un mecatito en la parte alta del quicio.

Salí por ahí y una enorme playa sola se extendía hasta un mar negro sólo iluminado por una luna hermosa. Caminé directo al mar sin detenerme hasta que mis zapatos se llenaron de agua y los calcetines se pusieron pesados. Seguí avanzando y el agua alcanzó mis rodillas. El pantalón que hasta hace unas horas era para la oficina, estaba ahora con esa arena que se pega cuando las olas golpean. 

Mis manos tocaban con incredulidad el agua helada y la lanzaban hacia arriba para que el pelo se mojara de esta felicidad. La luna se reía de mí, no tengo duda.

Un poco ruborizado, salí del agua y me senté en la arena con las piernas flexionadas, luego me recosté y vi un cielo oscuro, sin una nube y con una luna resplandeciente. No se oía nada, salvo el ir y venir del mar golpeado la playa de manera insistente e infinita.

Cerré los ojos y me arrulló el murmullo marino. El sol en la cara me despertó. Con el cuerpo adolorido me levanté como pude y caminé hasta la casita de madera, la atravesé ante la mirada de una mujer que echaba las tortillas en un comal de barro que descansaba sobre un hermoso fuego.

Abrí la puerta y el pasillo largamente conocido me esperaba como siempre. Me dirigí hasta el fin de este, siempre a la derecha, donde ha estado siempre el baño. Al pasar junto a la ventana del pasillo confirmé que la noche seguía aquí.

Entré y cerré la puerta. Me quité el pantalón lleno de arena húmeda y la chamarra. Siempre me han criticado por mantener un viejo ropero lleno de ropa en el baño. Me cambié. Me puse la ropa que servía de pijama y dejé la ropa mojada en el cesto. Me enjuagué el cabello para quitar la arena que llenaba mi cabello y salí, con el pelo húmedo peinado hacia atrás.

Martha me vio con asombro y no dijo nada. Caminó hacia el otro lado del pasillo y salió a la sala. Yo la alcancé. La saludé de beso y me dirigí a la cocina.

Regresé con un sándwich y nos quedamos viendo la televisión que descansaba sobre una vieja mesita. No quise intentar regresar a mi habitación. La espalda me dolía por la arena, pero no dejaba de pensar en mi reloj.

Con el tiempo uno se acostumbra a dormir en otros lugares, a recorrer paisajes que el azar pone delante de mí. A veces toca entrar en mi habitación, pero otras, entro en otras muchas. Pocas veces veo gente y la gente que veo sólo me ve un poco indiferente, como si estuviera acostumbrada a ver pasar a extraviados como yo. Casi nunca hablo con nadie, quizá sólo saludo, no más.

Una vez una mujer grande me vio como esperanzada, como si me esperara, pero al verme bien, se desilusionó y no dijo nada. Creo que esperaba a alguien que un día apareció como yo y se fue. Esperaba, esperaba, pero llegué yo y siguió esperando.

Preferí dormir en el sillón y no buscar por ahora mi habitación y mi reloj. Al despertar por la mañana corrí a bañarme y con la ropa que encontré en el baño, me fui a la oficina.

El día corrió sin novedad y hasta olvidé la ruleta de la puerta de mi cuarto. 

Llegué a mi casa, saludé como siempre a mi hermanita. Me acerqué a ella por atrás cuando ella estaba sentada en el sillón. Ella me volteó a ver haciendo la cabeza hacia atrás, sin girar el cuerpo o el cuello. Yo me agaché y la besé en la mejilla y ella sonrió y siguió, sin decir nada, comiendo su helado y viendo la televisión.

Yo dejé mi saco en el respaldo de una silla y fui al baño.

Salí y sin pensar entré en la habitación.

Entré en una habitación oscura que olía a solventes y grasa, tropecé con unas máquinas de escribir que estaban en el suelo esperando a ser reparadas. Seguí mi caminar hasta una ventana. Me asomé y enfrente se veían las ruinas de un edificio.

Encontré recargado un rifle. Lo tomé y apunté. Vi un gigante, como de cartón con unas alas rojas agitándose, tratando de levantar el vuelo. No lo pensé demasiado y disparé. Oí un golpe. 

Dejé caer el rifle asustado y salí corriendo. Tropecé con una máquina de escribir pequeña y caí. Me lastimé la rodilla que pegó con otra máquina. Cayeron varias en un ruidoso efecto dominó. Me levanté con la ropa y las manos manchadas de grasa y salí lo más rápido posible de ahí. Encontré el pasillo igual que siempre. 

Caí de rodillas y lloré. Desde entonces he dormido en la sala de la casa y hago que Marthita entre por mis cosas a mi cuarto. Ella entra y sale siempre en el mismo departamento, en la misma calle, la misma ciudad, en el mismo día.  No estoy seguro si ella es inmune o yo viví una realidad que sólo estuvo sólo en mi cabeza, pero no puedo volver a abrir esa puerta. No sé si lo que vi es real, pero el miedo sí que lo es.