Hace unos días se presentó en la librería “Porrúa” del Bosque de Chapultepec el libro “Dos hermanos un país”, escrito por los hermanos José Agustín y Francisco Ortiz Pinchetti. En dicha obra ambos autores narran su vida a través de los sexenios presidenciales en los que les tocó vivir, de tal manera que si uno lee el texto podrá encontrar una narrativa de cómo se fue construyendo el sistema político mexicano de los últimos noventa años. A propósito de este evento, uno de los presentadores, Sergio Sarmiento, señaló que los cambios constitucionales y políticos de la actualidad en nuestro país representan un regreso al México de los años ochenta, afirmación que otros analistas contrarios al gobierno saliente también han sostenido en diversos artículos y opiniones. Vale la pena entonces preguntarse si estamos frente a un regreso a los tiempos de un poder presidencial ilimitado, sin controles y en los que la ciudadanía no tenía ningún tipo de participación en la “cuestión pública”.
El mecanismo de la sucesión presidencial ha cambiado radicalmente. Si pensamos en el México de los ochenta, debemos recordar que los presidentes de ese entonces provenían de un proceso casi secreto, y que mediante el “dedazo” presidencial se ponía fin al “tapadismo”, de tal forma que el candidato a la presidencia era descubierto por el propio presidente de la República y comenzaba todo un ritual de veneración hacia el próximo titular del poder ejecutivo. En contraste a estos hechos, en la actualidad la presidenta electa surgió de una elección totalmente abierta, en la que la ciudadanía pudo conocer de manera directa a los candidatos del propio partido de la Dra. Claudia Sheinbaum y participar en el proceso de su designación rumbo a la campaña presidencial.
Durante los años ochenta no existía una alternativa capaz de competir realmente por el poder. Recordemos, por ejemplo, cuando se tuvo únicamente a un candidato a la presidencia de la República, el lic. José López Portillo, quien afirmó que le bastaba solo el voto de su madre para ganar la elección presidencial de 1976. Si contrastamos esta elección con la del pasado 2 de junio, podemos observar que la ciudadanía tuvo frente a sí alternativas que durante varios meses y a través de financiamiento público, hicieron de su conocimiento su proyecto de gobierno, algo impensable en la época del dominio priísta.
La ciudadanía era excluida de las decisiones públicas. Durante la década de los ochenta no existían instituciones ni mecanismos a través de los cuales los ciudadanos pudieran hacerse escuchar. La Comisión Federal Electoral era dirigida legalmente por el Secretario de Gobernación y los integrantes del organismo electoral provenían del partido en el poder. Situación que contrasta con nuestros tiempos, en los que un organismo autónomo, como el INE, organiza las elecciones con el apoyo y trabajo de millones de ciudadanos. Institución que ha sido reconocida incluso por los opositores al gobierno.
Afirmar que políticamente volvemos a los años ochenta es insostenible. Por lo que toca a la participación ciudadana, hoy tiene a su alcance mecanismos constitucionales como la revocación de mandato impulsada por el propio gobierno para evaluar el funcionamiento de los presidentes a mitad de sexenio, además se busca que la participación ciudadana aumente a través del conocimiento de las instituciones que tienen un impacto en su vida, como por ejemplo, la reforma al Poder Judicial que dará la posibilidad de conocer a las personas que deciden sobre sus derechos. Sin duda, nos encontramos frente a nuevos tiempos en los que la participación ciudadana va dejando de ser una ficción para convertirse en una realidad palpable.