Y eso nos confronta con una verdad cruda: la profundidad estructural del patriarcado, un sistema que no distingue jerarquías, cargos ni títulos, porque su objetivo sigue siendo el mismo de siempre: convertir el cuerpo de las mujeres en escenario público de dominación, donde el machismo reafirma su poder.
Por eso, Claudia Sheinbaum fue acosada por ser mujer, incluso cuando esa mujer es la Presidenta de México.
Lo ocurrido en las calles del Centro Histórico —una mujer violentada mientras camina a su destino— no es un episodio aislado, es una repetición estructural. Para millones de nosotras, esa escena es familiar. Y es, sobre todo, una advertencia dolorosa: ninguna mujer está a salvo del acoso, ni siquiera quien porta la banda presidencial. Porque para el sistema patriarcal, siempre seremos un cuerpo disponible, sin importar el poder que representemos.
La antropóloga Rita Segato lo ha dicho con claridad: “el mandato de masculinidad se sostiene en la capacidad de dominar cuerpos ajenos.” El acoso no es un error ni un exceso: es una reafirmación del poder patriarcal frente a una mujer que encarna autoridad. Por eso la agresión a la presidenta no buscó solo irrumpir en su espacio físico, sino en el simbólico: el espacio del poder político femenino. Ese acto tiene una función pedagógica: recordarle a la sociedad que el cuerpo de una mujer —cualquier mujer— no puede ocupar con libertad el territorio del poder. No fue solo contra Claudia: fue contra todas nosotras.
Sin embargo, esto no es nuevo ni ajeno. No hace falta un video explícito para reconocer las múltiples violencias que la Presidenta ha resistido desde su llegada a Palacio Nacional. La ha enfrentado una derecha machista que se disfraza de “feminista” cuando el calendario marca marzo, y que reacciona con lo que mejor sabe hacer: ejercer violencia, poner en duda su capacidad y convertir su cuerpo en tema de debate público.
Porque también es agresor el comentarista que afirma que “por ella gobierna un hombre”, quien la llama “presirvienta”, o quien prefiere opinar sobre su físico antes que sobre sus decisiones como mandataria.
Todo eso no es solo misoginia dirigida a una mujer en el poder: es un mensaje colectivo de disciplinamiento, una advertencia para que las demás no nos atrevamos a ocupar espacios de decisión o tener voz en la esfera pública.
Pero la violencia no termina en el acto: se prolonga en el eco. Continúa cuando los medios y opinadores la trivializan o la convierten en espectáculo; cuando el morbo sustituye la ética, y la sociedad entera participa en la revictimización reproduciendo el video, comentándolo, juzgándola.
Así se perpetúa una violencia colectiva normalizada, donde la agresión no se condena, sino que se comparte.
Por eso, la violencia de género no es un montaje, como pretende la derecha acostumbrada a tener presidentes que decían que “las mujeres son lavadoras de dos patas.”
Esa misma lógica convierte en fantasía las vivencias reales de millones de mujeres que cada día se enfrentan a un sistema que no les cree. Niega lo evidente: que el patriarcado opera incluso en los espacios donde la ley dice protegernos.
Tampoco se trata de un problema individual. Lo hemos visto en los feminicidios y agresiones de cientos de mujeres, entre ellas Valeria Márquez, Ingrid Escamilla o María Fernanda. En el caso de Ingrid, de hecho, la crueldad institucional y mediática dio origen a la Ley Ingrid, que prohíbe la filtración y difusión de imágenes de víctimas de delitos. Aquella ley nació porque la violencia no terminó con su asesinato: continuó cuando su cuerpo fue convertido en noticia, cuando el morbo sustituyó la justicia. Una vez más, la narrativa recayó sobre las víctimas, no sobre los agresores.
Frente a esto, la mandataria ha tomado tres decisiones políticas fundamentales.
Primero, hablar del tema por iniciativa propia, reconociendo que el acoso que vivió no es un hecho aislado sino una expresión de violencia colectiva.
Segundo, impulsar acciones desde las políticas públicas y legislativas para que el delito de acoso se homologue en todas las entidades federativas. Y tercero —una decisión profundamente simbólica y política—: denunciar. Porque al hacerlo, no solo actúa como víctima, sino como jefa de Estado que asume su responsabilidad de exigir justicia. Ese acto sienta un precedente: el Estado debe responder cuando una mujer denuncia, sea quien sea.
Sin embargo, lo más grave es el límite invisible que la sociedad nos impone: las mujeres solo podemos denunciar una vez. Después de eso, la etiqueta cambia: “loca”, “exagerada”, “problemática”. Y, al mismo tiempo, llega la presión contraria: “¿denunciaste?”, “¿tienes pruebas?”, “¿qué traías puesto?”. Todo está diseñado para dudar de nosotras, para desgastarnos, para hacernos desistir. Porque el proceso sangra y la justicia duele.
Por eso es fundamental que la presidenta pueda tener un proceso legal sin revictimización, que visibilice que la violencia no solo ocurre en las calles, sino también en los tribunales, donde la burocracia y el machismo judicial se confabulan para silenciar a las mujeres. Ahí también se juega la democracia.
La dignidad de una mujer violentada —sea Presidenta de México, estudiante, vendedora ambulante, enfermera, cocinera, artista — es una causa común. Lo que está en juego no es solo el cuerpo de la mandataria, sino el derecho de todas nosotras a existir sin miedo en el espacio público y político. Su denuncia no es personal: es un acto de resistencia.
Porque solidarizarse con una mujer violentada no es simpatía partidista, es humanidad.
Negarlo, burlarse o minimizarlo no es oposición: es misoginia.
Y eso debería ser el mínimo ético de quienes dicen defender la democracia y la libertad.
Porque sí, la presidenta también vive acoso. Y mientras haya mujeres que sigamos siendo violentadas —con o sin banda presidencial—, que sigamos viviendo el miedo en silencio, preguntándonos si nuestras amigas llegaron bien a casa, escribiendo en los tendederos o hablando desde la tribuna de la Mañanera, no vamos a dejar de luchar para que las niñas que vienen no tengan que contarlo, sino que puedan vivirlo en libertad.
Creerle a una mujer todas las veces que sea necesario también es un acto de justicia. Y hacer de ese acto un principio político es el primer paso para ocupar el poder que siempre fue nuestro frente a un sistema que nos quiere calladas y divididas.
Yo sí te creo.