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  • 29 Oct 2025
  • 16:10
  • SPR Informa 6 min

Ojalá

Ojalá

Por Ricardo Balderas

El 29 de octubre de 2025, la Asamblea General de las Naciones Unidas votó nuevamente —por trigésima tercera vez consecutiva desde 1992— para exigir el fin del embargo económico, comercial y financiero impuesto por Estados Unidos contra Cuba. Ciento ochenta y siete países votaron a favor, tres en contra (Estados Unidos, Israel y Ucrania) y dos se abstuvieron. La resolución, aunque simbólica, representa una de las expresiones más claras de consenso global en torno a una causa que trasciende la retórica política: la justicia fiscal e histórica de un pueblo que lleva más de seis décadas resistiendo el asedio económico de la mayor potencia del planeta.

Sin embargo, esta nueva votación —como todas las anteriores— revela una paradoja estructural del orden internacional. La ONU, con todo su peso moral y diplomático, no tiene poder vinculante sobre Washington. El bloqueo continúa porque el poder estadounidense se sustenta no sólo en su fuerza económica, sino en su capacidad de imponer unilateralmente sanciones bajo la lógica de la hegemonía. Cada año, el debate se repite: Cuba denuncia las pérdidas millonarias que el embargo le causa —más de 159,000 millones de dólares desde 1962, según cifras oficiales— y los países del mundo expresan su apoyo. Pero nada cambia.

Lo que sí cambia, lentamente, es la lectura histórica de esa resistencia. La lucha cubana por la justicia fiscal —por el derecho a decidir soberanamente sobre su economía, su comercio y su sistema tributario— se ha convertido en una bandera moral frente al desbalance de un mundo dominado por estructuras coloniales disfrazadas de globalización. Cuando la ONU vota por Cuba, no sólo condena una política exterior; reivindica una deuda histórica con los pueblos que fueron marginados del desarrollo por la arquitectura financiera impuesta desde Washington y sus instituciones satélite: el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial.

Lo que ocurre cada octubre en la Asamblea General es, por tanto, más que un ritual diplomático. Es la confirmación de que la justicia fiscal no es sólo un asunto de cuentas nacionales, sino una demanda ética universal. Cuba ha defendido, con todos sus errores y sus límites, el principio de que el dinero público debe servir al bienestar colectivo y no al enriquecimiento de las corporaciones extranjeras. Esa idea —que fue motivo de sanciones, invasiones fallidas y bloqueos— hoy resuena en las discusiones globales sobre el impuesto mínimo corporativo, la evasión fiscal transnacional y la concentración de la riqueza.

El embargo, que Estados Unidos justifica como herramienta de “presión democrática”, es en realidad un instrumento de castigo económico. Impide el acceso a medicinas, tecnologías, créditos y mercados internacionales. Según la ONU, esas restricciones vulneran los derechos fundamentales de once millones de cubanos y obstaculizan la recuperación económica de la isla tras la pandemia y los desastres climáticos recientes. Pero el gobierno estadounidense insiste en mantenerlo, atrapado entre la presión del lobby cubanoamericano en Florida y el temor político de parecer débil frente a un país que, pese a su tamaño, encarna la dignidad de la resistencia.

Treinta resoluciones después, el mensaje es claro 

El mundo ha hablado. La única voz que no escucha es la de Washington. Pero lo que ha sucedido durante estas tres décadas también demuestra que Cuba ha ganado otra forma de poder: el del reconocimiento moral. Su lucha no es sólo por sobrevivir al bloqueo económico, sino por demostrar que un país pequeño puede desafiar al orden económico mundial y seguir existiendo.

En términos reales, la resolución de la ONU no cambia la política estadounidense. No puede obligar al Congreso ni al Ejecutivo a levantar sanciones. Pero su valor simbólico es inmenso. Refleja que la mayoría de las naciones —incluidas potencias emergentes como China, India y Brasil— entienden que el embargo es una forma de colonialismo económico incompatible con los principios de soberanía y equidad.

Celebrar la resistencia cubana es, en este contexto, celebrar una victoria ética. Porque cada vez que el mundo vota por Cuba, reafirma que la justicia no siempre está del lado del dinero. Está del lado de quienes, con todas las dificultades, se niegan a renunciar a su independencia económica y a su derecho a distribuir la riqueza según su propio proyecto de nación.

En la historia moderna, pocos pueblos han resistido con tanta coherencia el asedio económico como el cubano. Y aunque el embargo continúe, cada votación en la ONU funciona como un espejo: refleja el aislamiento moral de Estados Unidos y la persistencia de una isla que, más allá de su ideología, ha convertido la lucha por la justicia fiscal en un símbolo de dignidad histórica.

Treinta veces la ONU ha pedido justicia. Treinta veces Estados Unidos ha respondido con silencio. Pero la historia —como la justicia— tiene su propio ritmo. Y en ese ritmo, Cuba ya ha ganado.