En 2017, cuando comenzaba la licenciatura, una profesora me preguntó cuál era, a mi juicio, el principal problema del gobierno en México. Respondí sin dudar: la falta de confianza ciudadana en las instituciones.
Este miércoles, más de siete años después, la presidenta Claudia Sheinbaum presentó un dato que contradice aquel diagnóstico juvenil y que resulta más revelador que cualquier encuesta doméstica: México es hoy el país con mayor confianza ciudadana en sus instituciones en toda América Latina, según un estudio reciente de la OCDE.
No es un asunto menor. En pocas palabras, significa que un mexicano se siente hoy más respaldado por su Estado: confía en acudir a una Fiscalía para presentar una denuncia, en solicitar un préstamo a una institución pública, en la información que se difunde desde las conferencias matutinas y los medios Públicos, o en las nuevas instancias creadas para garantizar bienestar y seguridad, como la Guardia Nacional, el Banco del Bienestar o el programa Alimentación para el Bienestar.
El dato proviene de la OCDE, un organismo internacional que, paradójicamente, ha mostrado en los últimos años una orientación conservadora. Que sea precisamente este foro el que reconozca el aumento de la confianza en México es, en sí mismo, una señal del cambio de época que vive el país desde la llegada de la Cuarta Transformación.
La confianza no se decreta: se construye. Lo que muestran los datos no es una simple mejora en la percepción ciudadana, sino el resultado de un cambio de relación entre gobierno y sociedad.
Durante décadas, la distancia entre la clase política y la población se amplió a tal grado que cualquier promesa oficial sonaba a simulación. El punto de inflexión llegó con un gobierno que apostó por la comunicación directa y por políticas sociales tangibles: becas, pensiones, programas comunitarios y la presencia del Estado en los territorios más olvidados.
Cuando la gente siente que el gobierno la escucha y la respalda, el escepticismo cede. No se trata de propaganda, sino de experiencia cotidiana. La confianza institucional renace cuando la ciudadanía percibe que su bienestar depende menos del favor privado y más de un Estado que cumple.
En el México neoliberal, la desconfianza era un diseño, no una casualidad, construido con una base social caracterizada por el miedo y la desigualdad. Se debilitaban las instituciones públicas para justificar su privatización; se exaltaba la “eficiencia” del mercado mientras se desprestigiaba al Estado. Esa lógica sembró décadas de cinismo social: creer que todo político roba, que toda institución miente, que todo esfuerzo público fracasa.
Hoy, el fortalecimiento del Estado y la recuperación de su legitimidad desarman esa narrativa. La confianza no sólo refleja un cambio de humor social, sino el derrumbe de un paradigma: aquel que reducía al ciudadano a consumidor y al gobierno a gerente.
Recuperar la confianza es apenas el comienzo. Mantenerla implicará transparencia, eficacia y resultados sostenidos. Pero si algo demuestra este momento es que la democracia puede reconstruirse desde la credibilidad, no desde el miedo, desde la militarización ni desde la infodemia.
Que México lidere hoy en confianza institucional no significa que el camino esté completo, pero sí que el rumbo cambió. Y quizá aquella respuesta estudiantil de 2017 necesitaba una actualización: el principal problema del gobierno en México ya no es la desconfianza, sino el reto de estar a la altura de una ciudadanía que despertó.