Durante décadas, la democracia mexicana se construyó a golpes de pluralidad y contrapesos. Desde las emblemáticas elecciones de 1986, el papel de la oposición no solo era necesario, era vital. Representaba un equilibrio frente a los excesos del poder. Hoy, sin embargo, basta con mirar el escenario nacional para preguntarnos seriamente: ¿dónde está la oposición?
Frente a un Morena cada vez más consolidado, la oposición parece difusa, desdibujada, sin brújula ni presencia. El silencio o la tibieza de quienes alguna vez encabezaron movimientos vibrantes de cambio resulta ensordecedor. No hay una voz articulada, no hay una propuesta clara, no hay un liderazgo firme que invite a imaginar un México distinto.
¿Cómo llegamos a este punto? La respuesta no es simple, pero es urgente abordarla. Durante años, los principales partidos políticos –los mismos que hoy luchan por sobrevivir– gobernaron de espaldas a la ciudadanía. Cuando tuvieron en sus manos todo el poder, lo usaron para alimentar intereses internos, repartir cuotas y cerrar el paso a nuevas voces. La gente dejó de ser el centro de su acción política y se convirtió en un mero espectador.
Así, cuando surgieron opciones distintas, frescas, como Movimiento Ciudadano primero y Morena después, los ciudadanos voltearon hacia ellas buscando algo que hacía tiempo les habían negado: esperanza.
Por si fuera poco, las alianzas electorales tejidas en los últimos procesos no ayudaron. Más allá de la validez democrática de coaliciones entre fuerzas distintas, la falta de narrativa y de comunicación efectiva hizo que esas alianzas parecieran desesperadas, incoherentes. No se construyó un relato creíble que justificara unir ideologías opuestas. Y el electorado, que hoy exige congruencia como nunca antes, simplemente castigó esa falta de coherencia en las urnas.
Hoy, vemos a partidos opositores ocupando apenas espacios marginales de poder, defendiendo parcelas cada vez más pequeñas. Peor aún, muchos de sus liderazgos son figuras que no lograron ganar elecciones, pero que se aferran a cargos partidistas como única vía de subsistencia política y económica. ¿Cómo pueden quienes no pudieron conectar con la ciudadanía en las urnas conducir ahora un proyecto que aspire a recuperar su confianza?
Lo preocupante no es sólo que no haya oposición hoy. Es que, a corto plazo, no se vislumbra una que pueda articularse de manera seria y sólida. Las lecciones de las últimas elecciones parecen no haber sido aprendidas. Se siguen premiando lealtades internas en vez de resultados ciudadanos. Se sigue mirando hacia adentro, en vez de abrir las puertas a nuevas generaciones, nuevas ideas, nuevos liderazgos.
Una democracia sin oposición es una democracia enferma. Y en México, la enfermedad avanza sin que nadie, salvo contadas excepciones, esté dispuesto a enfrentarla con valentía.
No se trata solo de resistir. Se trata de construir una alternativa real, seria, honesta, que no viva en función de oponerse a un gobierno, sino de ofrecer un país mejor. Mientras eso no ocurra, el vacío seguirá creciendo, y con él, la desilusión ciudadana.