En diversas entrevistas escuché al gran Carlos Monsivais hablar sobre el anonimato que se transpira en la Ciudad de México. Él hablaba de que un elemento mágico del extinto Distrito Federal, residía en que era una ciudad donde todos, invariablemente, padecían o gozaban del anonimato que no permite escapatoria alguna. Pues en la gran ciudad, donde millones de personas cohabitan en frustraciones y anhelos, nadie puede sentirse lo suficientemente importante.
Trasladé ese sentir a la cotidianeidad que respiro en Puebla.
Ciudad en la que no resulta ajeno encontrarse a viejos amigos, o nuevos conocidos, en las cafeterías; bares o restaurantes. Produciendo ello un aparente sentimiento de importancia social. Siempre es reconfortante coincidir con alguien en algún sitio, intercambiar una sonrisa y un estruendoso abrazo.
En el hilo narrativo, pensé también en el anonimato existente; aún en las ciudades donde uno cree sentirse conocido. Hace un par de meses se descompuso mi auto; y en congruencia a mi mala administración financiera, rehusé transportarme en uber. Regresé mentalmente a la época preparatoriana, en la que los calores del transporte público hacían sudar las más profundas reflexiones.
Dentro de las combis el anonimato es latente. La lejanía de las referencias producto de los grados académicos o de las influencias políticas, se diluyen ante la exigencia furiosa del chofer: ¡Recórranse para atrás! ¡Aún hay espacio! –Espacio percibido únicamente en los delirios metafísicos-, o en la visión de microscópica del conductor en turno.
Dentro de ello, medité cual es el espacio donde el individuo pierde su estado de anónimo, cual es el sitio donde se encuentra la pertenencia de identidad.
Ese lugar es el hogar, que no es la casa.
El hogar no es simplemente la infraestructura habitable. No es únicamente donde uno duerme o donde uno come. El hogar es hogar porque alguien espera la llegada del otro. Y en ese encuentro, en el que quien espera saluda al esperado, ocurre la mágica de la identidad. El anónimo deja de serlo cuando es reconocido con preguntas tan simples, pero profundas, similares al ¿cómo te fue? O la añorada indicación maternal del “siéntate a comer”.
Deambular en casa, sin hogar, ha sido para mí una actividad rutinaria.
Ante la trascendencia de mi madre, hace poco más de un año, los huecos han sido imposibles de llenar.
Ninguna fonda sencilla, o lujoso restaurante, han logrado saciar mi hambre del buen comer.
De la exquisita sazón de mi madre, acompañada siempre de su amorosa presencia.
El alimento llega en forma de recuerdos, en el desciframiento de observar cientos de veces las mismas fotografías. Buscando absurdamente en las imágenes inamovibles, gestos nuevos; renovadas sonrisas.
Hace unas semanas, en una memorable comida con un par de entrañables amigos, conversamos sobre el duelo de perder a la progenitora. Preguntaba uno de mis amigos al otro, si aún le dolía después del tiempo; haber perdido a su madre. El gran abogado respondió; que le dolía como en el primer momento, como en el primer segundo.
En ese momento asumí que mi espera sería larga; tan larga como el no final.
Sólo queda aprender a extrañar.