El lenguaje de la guerra suele llegar antes que los misiles. Se anuncia como “bloqueo”, se maquilla de “sanción”, se envuelve en la retórica de la seguridad y la democracia. Pero cuando un presidente de Estados Unidos decreta un cerco total a los buques petroleros que entran o salen de Venezuela, cuando designa a un Estado como “organización terrorista extranjera” y presume una armada rodeando sus costas, no estamos ante una metáfora. Es una escalada equidistante a una declaración de guerra económica. Así lo advierte la Internacional Progresista en su comunicado urgente sobre un país “bajo asedio”, y conviene tomar la advertencia en serio.
Los bloqueos no son instrumentos quirúrgicos. No distinguen entre élites y población, entre responsables políticos y quienes sólo intentan sobrevivir. La historia latinoamericana conoce bien esta mecánica de castigo colectivo. En el caso venezolano, cortar las rutas marítimas de un país cuya economía depende del petróleo no es una presión abstracta sobre un gobierno: es un golpe directo a la disponibilidad de alimentos, medicamentos, energía y empleo, con efectos que se expanden más allá de sus fronteras, hacia el Caribe y otras economías interdependientes. Normalizar esa práctica es aceptar el hambre como herramienta legítima de política exterior.
No se trata de una hipótesis. En 2019, en plena intensificación de sanciones, el e ntonces secretario de Estado, Mike Pompeo, describió con franqueza el “círculo” que se cerraba sobre Venezuela y reconoció que la crisis humanitaria aumentaba hora tras hora. Aquella admisión no fue un lapsus, sino la confirmación de una doctrina: el sufrimiento civil como palanca para forzar resultados políticos. El bloqueo anunciado hoy no corrige esa lógica; la profundiza y la sistematiza bajo lo que la Internacional Progresista denomina el “Corolario Trump” de la Doctrina Monroe, una licencia imperial para pisotear el derecho internacional en nombre de la dominación hemisférica.
El argumento moral con el que se intenta justificar esta ofensiva roza el revisionismo histórico. Stephen Miller, subjefe de gabinete de la Casa Blanca, llegó a afirmar que el petróleo venezolano es fruto del “sudor, el ingenio y el esfuerzo” estadounidenses. La inversión de los hechos es tan burda como peligrosa. Venezuela posee las mayores reservas probadas de petróleo del mundo por razones geológicas y por el trabajo acumulado de generaciones de venezolanos. En 1976, la nacionalización de su industria petrolera fue un acto soberano reconocido por el derecho internacional. Presentar ahora esos recursos como botín legítimo es una incitación abierta a la expropiación por la fuerza.
El verdadero saqueo, como recuerda el comunicado, ha sido estructural y de larga data: décadas de intercambio desigual, de ganancias extraídas por corporaciones multinacionales con sede en el Norte, de subordinación económica disfrazada de cooperación. El bloqueo actual no es una anomalía, sino el intento de formalizar esa relación por medios coercitivos. Y el costo lo pagan, una vez más, los trabajadores que mantienen plantas eléctricas, las enfermeras y maestros que sostienen servicios públicos, los campesinos que alimentan comunidades, los estudiantes que encarnan cualquier promesa de futuro.
Venezuela es experimento
La igualdad soberana de las naciones no es una consigna retórica, es un principio fundante del orden internacional. América Latina y el Caribe han soportado un siglo de bloqueos, golpes de Estado y coerción presentados como cruzadas por la libertad. Cada vez que se acepta una excepción, cada vez que se tolera que un país sea sitiado en nombre de una causa supuestamente superior, se debilita la protección de todos. La soberanía, como señala la Internacional Progresista, es indivisible: un ataque contra uno es un precedente contra todos.
Por eso el llamado a la solidaridad no es un gesto simbólico ni una alineación ideológica automática. Es una defensa concreta de la Carta de las Naciones Unidas y del principio de que las disputas políticas no se resuelven mediante el estrangulamiento de pueblos enteros. Resistir la normalización del asedio es rechazar la idea de que la economía global puede militarizarse sin consecuencias éticas y jurídicas. Exigir el levantamiento inmediato de estas medidas coercitivas es insistir en que la paz y la estabilidad regional no se construyen con cercos navales ni con listas negras, sino con respeto al derecho internacional y a la autodeterminación.
En tiempos en que la palabra “guerra” parece reservada para otros escenarios, conviene recordar que hay guerras que no estallan de golpe, sino que se administran día a día, barco a barco, sanción a sanción. Nombrarlas como lo que son es el primer paso para detenerlas. Y asumir que la defensa de Venezuela, hoy, es también la defensa de un orden internacional que aún pretende regirse por reglas y no por la ley del más fuerte.