“No sé con qué armas se luchará la Tercera Guerra Mundial, pero la Cuarta Guerra Mundial se luchará con palos y piedras.” Este pensamiento, atribuido a Albert Einstein, nos retrata la fragilidad de la fuerza y la fuerza de la fragilidad.
Los días 6 y 9 de agosto de 1945 el mundo fue testigo del más atroz de los atentados terroristas que jamás se hayan presenciado, la destrucción masiva de los barrios de Hiroshima y Nagasaki como telón de cierre en el grotesco espectáculo de la Segunda Guerra Mundial.
Aunque no hay un conceso sobre el alcance de las víctimas mortales de la Segunda Guerra Mundial, Enciclopedia Humanidades concentra un recuento que aproxima a los 75 millones de decesos ocurridos entre los años 1939 y 1945, que duró la guerra. De esa cifra, al menos 200 mil corresponderían a los episodios de Hiroshima y Nagasaki, sin contar otros 400 mil como consecuencia de los daños a la salud provocados por la radiación, según estimaciones de Naciones Unidas.
Si nos apegamos al carnicero paradigma de “una muerte es una desgracia, un millón es una estadística”, la cualidad utilitarista que se sigue atribuyendo a las armas nucleares resultaría convincente, ya que, centrados en el acto de la detonación de las bombas, Little Boy y Fat Man solamente contribuyeron con el 0.26% de las pérdidas humanas directas resultantes de la Segunda Guerra Mundial y, según lo cuenta la visión de los vencedores, se cumplió el objetivo de poner punto final a la guerra.
Hasta ahí, punto para la ciencia al servicio de la guerra. No obstante, si consideramos la duración de la guerra (2,194 días), veremos que en promedio 34,184 personas fueron ultimadas diariamente durante la Segunda Guerra Mundial, sin embargo, los días 6 y 9 de agosto la cifra promedio ronda los 100 mil, y en un solo sitio; esto es tres veces más del promedio. Vaya, que en dos días de detonaciones se destruyeron más vidas que en una semana de combates.
Las razones, mitos y justificaciones vertidas en aquellos días para poder ejecutar el Proyecto Manhattan se convirtieron en tamo sobre viento apenas cobró vida la Guerra Fría; tan solo cuatro años después de haber detonado sobre Japón las bombas de fisión de uranio enriquecido U235 (Little Boy) y plutonio 239 (Fat Man) con una potencia de 15 y 21 kilotones respectivamente, la URSS realizó la prueba de la bomba RDS-1 con una potencia de 22 kilotones. Para 1961, la bomba termonuclear de hidrógeno Zar ya se había impuesto con sus 50 megatones sobre sus homólogas estadounidenses Ivy Mike y Castle Bravo, con una fuerza destructiva casi tres mil veces superior a las armas usadas contra la población japonesa.
Hasta donde se conoce, entre 1945 y 2017 se han detonado una veintena de armas nucleares; dos en el transcurso de una guerra y el resto en ensayos. De esa veintena de bombas, 6 han sido accionadas por Estados Unidos, 3 por la extinta Unión Soviética, 2 por el Reino Unido, 2 por Francia, 2 por Corea del Norte, 1 por India, 1 por Pakistán y 1 por Sudáfrica con la presunta colaboración de Israel; la más pequeña (Corea del Norte), con una potencia de hasta 1 Kt, y la más violenta con una potencia 50 Mt. Desde la RDS-1, salvo la primera bomba norcoreana, todas han superado la capacidad destructiva de las bombas que devastaron Hiroshima y Nagasaki.
La conciencia sobre el potencial mega destructivo de las armas nucleares han motivado la firma de tratadas que limiten el desarrollo y la posesión de dichas armas. México se puso a la cabeza en los esfuerzos por evitar la proliferación de armas nucleares, atendiendo la crisis de los misiles, promoviendo el Tratado de Tlatelolco (1967) o Tratado para la Proscripción de Armas Nucleares en América Latina y el Caribe. Más tarde (1968) se agregaría a la firma del Tratado de No Proliferación Nuclear. De este último, ni India, ni Pakistán, ni Israel han sido firmantes, y Corea del Norte se ha retirado.
De acuerdo con la Arms Control Association, a 2024 se cuenta con un inventario de 12,825 armas nucleares en el mundo. Al menos 88% de ellas las concentran Estados Unidos y Rusia. El resto están en posesión del Reino Unido, Francia, Pakistán, China, Corea del Norte, India e Israel. De todas ellas, apenas 3,200 han sido retiradas del stock, sin que eso signifique que ya hayan sido desmanteladas. Hasta 2,968 se encuentran desplegadas mientras que el resto están reservadas para potencial uso militar.
Apenas en 2019, la Universidad de Princeton publicó su simulacro de guerra nuclear entre Rusia y la OTAN, calculando una devastación de hasta 34 millones de muertos y 57 millones de heridos. Tal simulacro estima que tan solo en las primeras 3 horas podrían morir casi 3 millones de personas. En perspectiva retrospectiva, la Segunda Guerra Mundial costó casi 1,500 vidas por hora, pero hoy se tiene la capacidad para lograr esa catástrofe en apenas 6 segundos.
Han pasado 79 años desde que se vio por primera vez un arma nuclear en acción y lo largo de esas casi ocho décadas, la capacidad destructiva ha incrementado, tanto por el arsenal a disposición, como por el desarrollo del mismo, ya no en manos de una sola potencia, sino varias. Paradójicamente, si algo ha frenado nuestra destrucción masiva es nuestra propia capacidad de destruirnos masivamente. ¡Una auténtica locura!
¿Cómo fue que llegamos aquí? Quizá ya no importe di el fracaso como humanidad salta a la vista. Lo cierto es que, con pesar, hoy nuestro seguro de vida es la industrialización de la muerte.