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  • hace 5 días
  • 13:03
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El fuego como catarsis en el feminismo y las marchas

El fuego como catarsis en el feminismo y las marchas

Por Alexia Rodríguez

Cada 8 de marzo, cuando la marcha por el Día Internacional de la Mujer llega a su fin, la plancha del Zócalo de la Ciudad de México —al igual que otros rincones del país y del mundo— se convierte en un santuario de llamas y voces. En el fulgor de una hoguera colectiva, las mujeres congregadas entregan al fuego sus carteles, aquellos en los que plasmaron denuncias, inconformidades y anhelos de justicia. Las llamas devoran el papel, pero no el mensaje: lo elevan, lo transforman en ceniza y eco, en un acto de resistencia que arde con la memoria de quienes lucharon antes y la determinación de quienes aún luchan.

El fuego es un símbolo ambivalente: puede ser destructor o purificador, puede consumir o iluminar. En las marchas feministas, cuando las llamas envuelven carteles, pancartas o incluso objetos que representan estructuras opresivas, el fuego se convierte en un acto de denuncia y resistencia. No es simple vandalismo, como algunos insisten en señalar, sino una forma de protesta cargada de historia y significado.

A lo largo de los siglos, las mujeres han sido asociadas con el fuego de múltiples maneras; desde las brujas quemadas en la hoguera hasta las mujeres que en la actualidad incendian el miedo con su protesta, el fuego ha acompañado la lucha por la libertad. En un mundo que nos ha querido sumisas, ver las llamas al final de una marcha es recordar que el feminismo exige justicia.

El fuego en las manifestaciones feministas es un grito colectivo. Representa la rabia acumulada por siglos de violencia de género, por la impunidad para los agresores, así como la indiferencia en la mayoría de los casos por parte de algunos integrantes del actual poder judicial.

Compartir la experiencia del fuego en una marcha feminista refuerza la conexión entre mujeres, generando una sensación de unidad y fuerza, una catarsis colectiva y sorora, un recordatorio de que hay heridas abiertas que la sociedad no puede seguir ignorando.

 

Para algunas personas, ver carteles y consignas arder puede parecer una contradicción con la idea de paz y diálogo. Sin embargo, la historia nos demuestra que las transformaciones sociales no siempre se logran con discursos moderados. Muchas de las conquistas feministas fueron tachadas de radicales en su momento, desde el derecho al voto desde 1893 en Nueva Zelanda hasta la legalización del aborto en algunos países, como en México en 2007.

La quema de carteles en una marcha feminista no es un acto irracional como el discurso de derecha y opresor lo caracteriza, sino un mensaje simbólico. Se quema la injusticia, se quema la opresión, se quema el silencio impuesto. Es la forma en que algunas encuentran una vía para canalizar su dolor y su resistencia. No se trata solo de llamar la atención, sino de transmitir con fuego lo que muchas veces se ignora con palabras.

El feminismo no es homogéneo, y dentro del movimiento hay quienes consideran que el fuego no es la mejor herramienta de protesta. Otras, en cambio, ven en las llamas un lenguaje legítimo dentro de la lucha. Lo cierto es que ninguna revolución ha sido completamente ordenada, ni ha seguido las normas dictadas por quienes ostentan el poder.

Más allá de las polémicas que este tipo de actos puedan generar en la sociedad, la pregunta clave no debería ser si el fuego es adecuado o no, sino por qué las mujeres siguen teniendo que marchar, gritar y, en algunos casos, quemar para ser escuchadas. La rabia no surge de la nada; es la respuesta a un sistema que sigue normalizando la violencia y la desigualdad.

El fuego en las marchas feministas no es un fin en sí mismo, sino un reflejo de una urgencia histórica. Es una chispa que aviva el debate, que incomoda, que desafía. Como toda llama, tiene el potencial de iluminar el camino hacia una sociedad más justa, si es que alguien se atreve a mirar más allá de las cenizas.