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  • 17 Nov 2023
  • 10:11
  • SPR Informa 6 min

De la vieja ciudad de hierro a la ciudad utopía       

De la vieja ciudad de hierro a la ciudad utopía       

Por Uziel Medina Mejorada

“Vieja ciudad de hierro, – esboza Rockdrigo – de cemento y de gente sin descanso, - observa -, si algún día tu historia tiene algún remanso dejarías de ser ciudad” – sentencia -. 

 La lírica continúa describiendo al otrora Valle de Anáhuac: “Con tu cuerpo maltrecho por los años y culturas que han pasado, por la gente que sin ver has albergado, el otoño para ti llegó forzado ya que te han parado el tiempo, te han quitado la promesa de ser viento, te han quebrado las entrañas y el silencio, ha volado como un ave sin aliento. se ha marchado lejos tu sonrisa clara y en tus azulejos han morado colores que son añejos y ahora ya no brillan más.”

Esa es la silueta del “defe”, la capital del país, narrada por “el profeta del nopal” en la antesala de uno de los episodios más significativos para la sociedad chilanga, el sismo de 1985. Las nostalgias del Lago de Texcoco se elevan como vapor entre las notas musicales de ese melancólico rock urbano. 

“Capital de mil formas - continúa el “sacerdote del rock” - de bellezas que se pierden entre el polvo de tus carros, de tus fábricas y gentes que se hacinan y tu muerte no la sienten.” Y es que el ritmo vertiginoso de la gran urbe, una de las cinco mega urbes más pobladas del mundo, termina por esconder la gran diversidad de la “capirucha”, moldeando a la gente según el imperio del capital demande. El transporte se convierte en un complejo sistema de cápsula contenedoras de sueños rotos, frustración y cansancio; la misma rutina, una y otra vez, despojando al pueblo de su comunidad, homogéneos en el hartazgo y la necesidad de sobrevivir. Es en esa rutina que las historias de Tenochtitlán se pierden entre pasos y empujones, entre prisas y mentadas, ignorando cuántas historias han transcurrido entre esas mezclas de piedra y metal; cuantos apretones de mano, cuántas despedidas, cuántos besos y abrazos, cuántos desacuerdos, cuántas últimas veces. 

¿Qué harás con la violencia – reclama un desesperado grito ahogado - de tus tardes y tus noches en tus calles, y tus parques y edificios coloniales convertidos en veloces ejes viales? Ya que te han parado el tiempo, te han quitado la promesa de ser viento, te han quebrado las entrañas y el silencio ha volado como un ave sin aliento. Se ha marchado lejos tu sonrisa clara y en tus azulejos han morado colores que son añejos y ahora ya no brillan más. Señala. Y es que, ésta y otras “hurbanistorias” retratan esa ciudad de los años ochenta, lastimada por el autoritarismo, la industrialización exacerbada y la degradación de la masa proletaria, expulsada hacia la periferia.  

Es en el seno de esas “hurbanistorias”, las de los desplazados, de transformaciones agresivas del suelo, los cambios abruptos del modo de vida por el impulso de la nueva economía urbana industrializada que brota un nuevo paradigma sobre el derecho a la ciudad. 

Lo que fue la ruptura de la comunidad tradicional, derivado de la urbanización cáustica, del hacinamiento donde las faldas del volcán Tetlamache sirvieron de refugio para los chocholtecas de Teotongo, ahí donde las carreteras sustituyeron a los ríos como razón vital para la comunidad, allí también se erigió el liderazgo popular, haciendo frente a los abusos de los fraccionadores clandestinos de predios irregulares para luego consolidar la organización de las mujeres en las luchas sociales. 

En ese campo que, otrora fuera tierra de la cultura culhua, germinó un paradigma transformador respecto al derecho a la ciudad, instaurando en un primer contacto, el vínculo entre el campo y la ciudad en la tierra de Cuitláhuac, y tiempo después, los espacios públicos se convirtieron en espacios integradores de una comunidad de clase trabajadora que ha podido encontrar en medio del salvajismo de asfalto y concreto, un lugar para la empatía, reformulando el sistema de valores que había quedado tatuado en la sociedad a partir de la hostilidad urbana.  

“Iztapalacra”, solían llamar a la demarcación que en otro tiempo fue el lugar de las lajas sobre el agua, región chinampera que había sobrevivido al tiempo hasta pasada la primera mitad del siglo XX. “Iztapalacra” la llamó el mismísimo Jefe de Gobierno (MAME); la estigmatización pesando sobre el segundo municipio más poblado del país, como esas lajas acumuladas fuera de esa agua drenada, compactando el corazón de su pueblo. Pero no más. Aquella tierra estigmatizada se convirtió en una nueva forma de entender la ciudad, desde la visión del urbanismo social. 

Iztapalapa se convirtió en tierra de utopías, como aquella idea de Tomás Moro, la de la comunidad de bienes dispuestos al cuidado mutuo. De este modo, las artes, la cultura, el deporte, la recreación y el sistema de cuidados, de carácter gratuito como derecho y no como privilegio, han dignificado a comunidades históricamente discriminadas y excluidas del derecho a la ciudad. El rediseño espacial con enfoque social hace a la comunidad partícipe del desarrollo humano a través de acciones urbanísticas que estrechan las brechas de desigualdad, emparejando el piso en el acceso de servicios que favorecen la adquisición de habilidades y aprendizajes que en otro tiempo eran exclusivos de clase. 

La vieja ciudad de hierro ahora vislumbra la expansión de ese rediseño espacial urbano, desde la demarcación que, habiendo acogido a los desplazados, ahora es punta de lanza en la dimensión social del urbanismo, donde los sueños rotos pueden sanar, donde el encuentro generacional facilita la visión para los más jóvenes y aún permite soñar a los más entrados en años. Esa vieja ciudad de hierro revive el anhelo de recuperar sus colores, de hacer brillar esos azulejos opacados por la ambición excluyente. La vieja ciudad de hierro ansía recuperar su sonrisa clara, ansía volver a ser la región más transparente.