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  • 14 Jun 2022
  • 21:06
  • SPR Informa 6 min

La Sucesión Presidencial en Tiempos de la 4T

La Sucesión Presidencial en Tiempos de la 4T

Por Jenaro Villamil Rodríguez

La sucesión presidencial en México ha sido fuente de tragedias colectivas e individuales. Una revolución social y política tuvo como precedente un libro titulado precisamente La Sucesión Presidencial, de Francisco I. Madero. El partido gobernante durante más de siete décadas surgió precisamente de la crisis sucesoria a raíz del asesinato de Alvaro Obregón, en 1928. La fractura más fuerte en el PRI ocurrió como precedente de la sucesión de 1988. Y el crimen de Luis Donaldo Colosio, en marzo de 1994, alteró todo el proyecto de continuidad transexenal de Carlos Salinas.

En 1929, Plutarco Elías Calles, el heredero del poder de El Caudillo, se convirtió en el Jefe Máximo de la vida política y militar del país tras el magnicidio de Obregón. Para evitar una nueva guerra civil entre las facciones revolucionarias creó un partido para mantener el poder, no para ganarlo por la vía de las urnas. 

El general Lázaro Cárdenas transformó el PNR en un partido de masas, de orientación social y de izquierda, al que bautizó como el Partido de la Revolció Mexicana (PRM). El primer presidente civil posrevolucionario, Miguel Alemán, “institucionalizó” la revolución y de ahí surgió el PRI.

Los tres grandes partidos gobernantes (PNR-PRM-PRI) surgieron como una respuesta del sistema a las crisis derivadas de la sucesión presidencial. Durante 90 años, este experimento mexicano evitó que volviera la violencia a las calles.

De 1936 a 1988, un largo periodo de 52 años, la sucesión presidencial en México dependió de tres actores-factores:


a) Del poder presidencial en turno. El mandatario decidía en función de las presiones de los grupos de poder, de sus ambiciones de permanencia o de las complicidades creadas en el sexenio. Jorge Carpizo, en su libro El Presidencialismo Mexicano, definió como una de las “facultades metaconstitucionales” del presidente de la República la posibilidad de decidir discrecionalmente a su sucesor, como en las monarquías, las dinastías o los cacicazgos.

b) Del partido en el poder y de sus camarillas. En realidad, el presidente no decidía solo. Gracias a los “contrapesos” de las corporaciones priistas (CNC, CTM, CNOP), de los gobernadores, de los legisladores, de las fuerzas armadas y de las camarillas políticas se decidía al sucesor. El priismo creó una larga lista de instituciones no formales y tradicionales de la sucesión para caracterizar el ritual de la simulación: el “tapado”, “la pasarela”, “la cargada”, “el besamanos”, las “fuerzas vivas”, etc.

c) De los grupos de presión nacionales e internacionales. La sucesión en México en la era dorada del PRI fue siempre un proceso opaco, secreto, que dependía del vaivén pendular de los grupos económicos más poderosos, de la jerarquía eclesiástica (especialmente la católica), de los actores y factores de poder de Estados Unidos y de alguna circunstancia en especial, como la llegada de los Chicago Boys del neoliberalismo que determinó el ascenso de la tecnocracia entre De la Madrid-Salinas .

Este triángulo de decisión fue dinámico. La sucesión se definía antes del proceso electoral formal. La incertidumbre era el principal enemigo de ese sistema piramidal y triangular.

Esto se rompió en 1988. Por primera vez, el PRI estuvo en posibilidades reales de perder el poder presidencial en las elecciones del 6 de julio. Desde entonces, ningún presidente de la República pudo ejercer la facultad “metaconstitucional” de dejar a su sucesor al frente del Ejecutivo federal.

La tragedia de 1994 demostró que la ambición de trascendencia y control transexenal de Carlos Salinas de Gortari no sería exitosa. Su sucesión fue un desastre. Asesinaron a Luis Donaldo Colosio, su delfín. Ganó Zedillo, quien se convirtió en su peor adversario interno. Camacho y su camarilla acabaron con el mito del “grupo compacto”. Y Pedro Aspe se transformó en un “mito genial”. 

En el 2000 el PRI perdió, por primera vez, la elección presidencial. Zedillo eligió al peor candidato posible para ganar esa contienda. Y el PAN, con Vicente Fox al frente, inauguró la “docena trágica” del 2000 al 2012.

Si la sucesión salinista fue un desastre, las panistas se volvieron crisis profundas. Fox inauguró el desafuero de López Obrador para “eliminar” a su principal adversario de la oposición antes siquiera de aparecer en la boleta. Coqueteó con la idea de nombrar sucesora a su propia esposa y socia, Marta Sahagún. Felipe Calderón se le rebeló y renunció al gabinete. Fox no pudo imponer a Santiago Creel como su sucesor ni como candidato del PAN. El presidencialismo de viejo cuño murió con el foxismo.

Calderón se impuso mediante el peor fraude electoral de la era contemporánea (2006) y entre 2009 y 2010 la sucesión se la ganaron las fuerzas periféricas del priismo encabezadas por el Grupo Atlacomulco, del Estado de México. El PRI recuperó más de 10 gubernaturas, la mayoría en el Congreso y pactó con los poderes mediáticos y económicos para que en 2012 Enrique Peña Nieto, un desconocido seis años antes, se convirtiera en “invencible”.

La caída del poder presidencial de Peña Nieto, acompañado de las derrotas del PRI en el 2015 y 2016, anticiparon una sucesión presidencial altamente competitiva en el 2018 y se decantó por el peor candidato priista posible: José Antonio Meade. 

En 2018 ganó por amplio margen y con 30 millones de votos a favor, el tres veces candidato Andrés Manuel López Obrador, y un partido joven, nuevo, fundado de las cenizas del PRD y del movimiento social creado en todo el país tras el fraude electoral de 2006: Morena.

Por primera vez desde el 2000, la victoria de un candidato no dependió del fraude, del dinero, de las televisoras o de los cónclaves del INE o del Tribunal electoral. Un cambio político profundo y pacífico inició con todos los grupos de poder y camarillas tradicionales en contra, pero con enorme fuerza social y ciudadana.

Por esta razón la sucesión presidencial del 2024 es tan importante para consolidar la refundación del régimen y conjurar las tragedias históricas que han definido este proceso desde el fin del porfiriato hasta el peñismo.

¿Qué cualidades nuevas o diferentes tiene esta sucesión presidencial en tiempos de la Cuarta Transformación? ¿Cuáles son las nuevas reglas? ¿Qué está en juego?

1.-En primer lugar, la sucesión de López Obrador rompió con la secrecía y la opacidad. Se ha convertido en un juego abierto de aspirantes, promovido por el propio presidente. En lugar del dedazo hay una suerte de exhibición social de máxima visibilidad entre los candidatos y candidatas de Morena.

2.-En segundo lugar, la sucesión se abrió en el momento de mayor poder del presidente y de legitimidad de su gobierno, a la inversa de lo que ocurrió en todos los sexenios anteriores, incluyendo a los del PAN. AMLO tiene más del 60 por ciento de la aceptación popular y Morena gobierna más de 20 entidades y se han “normalizado” las elecciones pacíficas.

3.-Los grupos de presión tradicionales ya no tienen forma de imponer su agenda. Ni los medios masivos, ni los gobernadores, ni las cúpulas empresariales o Estados Unidos tienen posibilidades de revertir el proceso iniciado tempranamente por López Obrador, un gran conocedor de los “tiempos políticos”.

4.-La encuesta o las encuestas determinarán los aspirantes finalistas y al candidato o candidata presidencial del partido gobernante, que, seguramente, retendrá el poder para Morena en 2024.

Es discutible si las encuestas constituyen un método democrático o no, pero se ha convertido en una respuesta eficaz, pragmática, para garantizar lo que en 2018 se inauguró: la presidencia se gana en las urnas y no en las catacumbas del poder.

5.-López Obrador adelantó los tiempos tradicionales de la sucesión para despresurizar su gobierno, para garantizar la continuidad y la profundización de los cambios emprendidos por su gobierno.

A diferencia de otros jefes de Estado reformadores o revolucionarios, López Obrador trata de evitar el golpe de Estado intangible, la traición interna o el golpe jurídico.

La oposición partidista y mediática han perdido la iniciativa política. Hoy están más debilitados y divididos que en 2018 porque leyeron mal el proceso de transformación iniciado por López Obrador y las fuerzas sociales que lo apoyan: no se trata ni de la refundación del priismo ni de un nuevo presidencialismo imperial o gerencial que termina por desbarrancar en la sucesión.

 

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